Jaime Bayly Presidente: Un domingo en Madrid

sábado, 18 de octubre de 2008

Un domingo en Madrid

Hacía tres años que no venía a Madrid, desde que me dieron el finalista y luego me dijeron que no lo merecía y enseguida, como castigo, me llevaron un mes por toda España hablando las mismas cosas con cualquier periodista, impostor, aprendiz o gilipollas que pidiera media hora a solas conmigo. Y luego me llevaban al Corte Inglés y me sentaban a firmar libros, pero la poca gente que pasaba me miraba con extrañeza y hostilidad, salvo una señora que pensó que la mesa estaba en venta y me preguntó cuánto costaba, sin que yo supiera darle el precio, lo que la ofuscó.

Madrid en setiembre es perfecto porque todavía hace calor, pero ya volvió la gente de vacaciones y no te sofocas como en agosto, que puede ser cruel. Y llegar un domingo a las nueve de la mañana es muy conveniente porque no hay tráfico y llegas rápido adonde quieras, no te enredas en los atascos de las entradas a la ciudad (aunque sí te pierdes inevitablemente en el aeropuerto, que, ya modernizado, se ha convertido en un laberinto borgiano con aires de Epcot, y por eso, extraviado, termino pasando por rayos X en un vuelo a Estambul). Lo malo es que, al encontrar por fin la salida de Barajas, el chofer no contesta mis preguntas, que son simples (¿qué le parece el gobierno?, ¿por quién votó usted?, ¿hizo bien Aragonés en dejar fuera de la Eurocopa a Raúl?), pues el viejo habla mucho, esquiva las cosas y al final babea una cháchara en la que no toma partido por nada, salvo cuando dice que él no votó por nadie y yo le pregunto si acá en España es obligatorio votar y él responde, riéndose: No, eso sólo pasa en las dictaduras africanas. Prefiero no decirle que en mi país también.

Al llegar al departamento, que me han prestado unos amigos muy queridos, los Montaner, en Menéndez Pelayo, frente al Retiro, consigo entrar sin contratiempos, desactivar la alarma y me asalta una felicidad inesperada y me siento como en casa, disfrutando de la decoración sobria y refinada, de los libros (ninguno mío, por suerte) y los cuadros y retratos familiares, en los que Gina sale siempre tan guapa. Recuerdo cuando Carlos me prestó este departamento hace quince años, pues mi visa me obligaba a salir de Estados Unidos, donde vivía con Sofía, y no quería volver al Perú de Fujimori y sus adulones, que por eso no compraban los libros de Vargas Llosa.

Extraño a mis hijas, a Martín, a Sofía, pero necesitaba venir solo y pasar dos semanas libre, en silencio, mirando las caras, observando, escuchando, tomando cada pequeña decisión sin negociar con nadie, caminando esta tarde de domingo soleado por el Retiro, entrando como siempre por la puerta de Mariano de Cavia, en la calle del poeta Esteban Villegas (que suena bien porque son los poetas y las putas, y no los militares y los curas, los que deberían llevar los nombres de las calles, dado que son quienes mejor las conocen), y luego bordeando los senderos de los gatos que subestiman con razón mi mirada nublada por los sedantes y después caminando (si a ese paso cansino, zigzagueante, como de borracho, se le puede llamar caminar) por el paseo de Cuba, la plaza del Ángel Caído, por el estanque, con sus bailarines brasileros, cantantes argentinos, videntes, masajistas filipinos y lectoras canosas del Tarot que por diez euros te dicen (así la escucho decir a Lola: veo que sucederán unos ingresos muy satisfactorios, lo que puede tener una lectura económica, sexual o incluso policial, siendo en este último caso la satisfacción la de los malhechores) y cuando me canso de arrastrar los pies con doble media (porque no he dormido nada en el avión: me tocó al lado un colombiano encantador que me decía que saque toda mi plata del Citi y la reparta entre el Santander, el Lloyds, el Deutsche y el Bank of America, porque el Citi es el próximo en caer y no se sabe si el gobierno lo rescatará), me desvío por el Paseo de Argentina, que es el más lindo de todos, y luego paso por el Rosedal y recuerdo que allí leía las cartas que me enviaba mi padre, sugiriéndome volver a Lima y que yo inexplicablemente respondía en inglés (tal vez para impresionarlo, para que me quisiera un poco) y luego bajo por el Paseo de México y tres jóvenes peruanas, muy simpáticas, me reconocen y me piden amablemente unas fotos. Y mientras intento persuadirle a la cámara de que esa sonrisa fatigada no es una impostura, una de ellas, amorosa, me dice: Eres un orgullo del Perú, Jaime. Y yo me voy pensando: Jodido ha de estar el Perú para que yo sea un orgullo. O jodido he de estar yo.

Salgo por la puerta de Alcalá, ya muy cansado, y subo a un taxi porque no quiero caminar de regreso, lo que quería era comprar una bicicleta en el Corte Inglés de Goya pero estaba cerrado y la tienda en la calle Evita en la que antes las alquilaban también por ser domingo, así que vuelvo en taxi y (Martín odia esto de mí) le pregunto al conductor: ¿Hizo bien Aragonés en dejar fuera a Raúl de la Eurocopa?. Con esa simpática tosquedad española, responde: Hombre, me da igual, lo que importa es que ganamos.

En la plaza Mariano de Cavia me da hambre. Entro a una bodega, Chapela o Chápela, no sé bien, porque el nombre está en mayúsculas y la señorita oriental que atiende no es para nada fluida en español, le pregunto cuánto cuestan las uvas y me dice mira, mira, le pregunto cuánto los plátanos y dice mira, mira, le pregunto si tiene jugo de naranja natural y dice mira, mira, le pregunto si vende tarjetas telefónicas para llamar a Lima y Buenos Aires y previsiblemente me dice mira, mira, que es, al parecer, la única palabra que habla en español. Y al final tiene razón: es cosa de mirar y mirar y encontrar lo que quieres y luego ella te cobra, enseñándote la calculadora, porque quizá todavía no sabe decir veinticuatro euros cincuenta. Volveré mañana a Chápela o Chapela (prefiero Chápela, porque la chinita está rica) y le haré muchas preguntas hasta que me diga otra palabra en español que no sea mira. Luego paso por la cafetería Parisién, un clásico del barrio, y me tomo tres jugos de naranja recién exprimida a cinco euros cada vaso y ordeno una porción de jamón de pata negra, porque, al preguntarle cuál es el mejor jamón, Pablo, el camarero, me ha dicho, muy directo: El serrano cuesta ocho el kilo, la pata negra treinta y dos,

¿cuál crees que es mejor?. Es cosa de mirar y mirar, como aconseja la china Chápela, y de preguntar, que así se aprende, aunque no con los taxistas, que a veces son tan brutos que dan miedo.

De vuelta al barrio, camino por la calle Roncesvalles, donde me parece que también vivió Gina, una mujer leal, admirable, gran escritora, de la que me enamoré tan pronto la conocí en este mismo piso hace ya tantos años, una noche fría de febrero, y de la que siempre estaré enamorado, porque es mi amiga y mi hermana y porque quiere vivir sola y sin mayor interés en el sexo, exactamente como yo, y suicidarse discreta y prudentemente a una edad apropiada, antes de las humillaciones inevitables a las que nos condenará la lenta corrupción de nuestros cuerpos, que alguna vez se desearon, algo que todavía me conmueve porque fue una extensión de la hermandad y la complicidad que siento por ella y que me hace pensar que algún día este departamento tan bello y acogedor será de todos los Montaner, de Carlos y de Linda, pero también de Gina y de mí, y de Paola y Gabriela y de Camila y Paola y de Sofía y el bebé y Martín y viviremos todos juntos, felices, hacinados, durmiendo tres en una cama, como una familia superpoblada de La Habana, en la que el amor no es algo que impone la sangre sino que nace del corazón, que es como quiero yo a los Montaner, mi familia cubana.

Jaime Bayly
22 de Setiembre de 2008

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