Jaime Bayly Presidente: octubre 2008

sábado, 18 de octubre de 2008

La entrevista

La primera vez que le pedí a mi madre que me diera una entrevista en mi programa de televisión me dijo que no era el momento porque mi padre, su esposo de toda la vida, el padre de sus diez hijos –yo, el tercero de ellos–, había muerto hacía poco y ella todavía estaba muy triste.

La segunda vez que se lo pedí me dijo que le diera unos días para pensárselo bien. Pasados esos días, me dijo que tenía ganas de venir al programa, pero que algunos de mis hermanos, enterados de la invitación, se habían escandalizado y se lo habían prohibido. Del modo más conciliador, me explicó que no quería problemas en la familia y que por eso prefería no darme la entrevista.

La última vez que se lo pedí, hace menos de un mes, no lo dudó:

-Ahora sí estoy segura de que quiero ir.

Le pregunté si mis hermanos, aquellos que se habían opuesto, no le harían problemas.

-No les voy a decir nada –respondió en tono risueño–. No les tengo que pedir permiso.

La felicité y le dije que a su edad, sesenta y ocho años, debía hacer lo que a ella le pareciese bien, sin dejarse intimidar por nadie.

Al día siguiente volví a llamarla y le pregunté si había cambiado de opinión.

-Yo no cambio de opinión –me dijo–. El domingo estaré en tu programa.

Para que estuviera tranquila, le dije que no saldríamos en directo sino que grabaríamos, así no tenía que acostarse tarde esa noche, pues ella suele dormirse antes de las diez, la hora en que comienza el programa, y que podría ver una copia de la grabación en su casa y decirme si algo no le gustaba para suprimirlo antes de que saliera al aire. Se quedó contenta con la idea de grabar por la tarde y tener derecho a veto por si decía algo de lo que luego se arrepentía (un privilegio que, por cierto, no le había dado nunca a ningún invitado, pero era mi madre y era el día de la madre).

Todo estaba bien un día antes de la grabación. Era sábado, acababa de llegar a Lima y pasé por casa de mi madre a saludarla, comer empanadas y asegurarme de que todo estuviera bien para la grabación al día siguiente.

No sabía de qué hablaríamos, qué le preguntaría, sólo sabía que debía escucharla con cariño, sin cuestionarle nada, sin discrepar o tratar de rebatir sus argumentos, sin plantear temas conflictivos ni ponerla en aprietos. Tenía claro que, ante todo, debía evitar dos territorios minados: el de mi sexualidad y el de la religión. Siendo ella del Opus Dei, y teniendo la certeza de que el amor entre personas del mismo sexo ofende su sentido de la moral, no debía preguntarle lo que me hubiera encantado:

-¿De verdad crees, mamá, que soy heterosexual? ¿Por qué crees que el amor homosexual es malo? ¿Sabes que hace años estoy enamorado de un hombre? ¿No te gustaría conocerlo?

Pero si nunca le había preguntado nada de eso en privado, tampoco debía sorprenderla e incomodarla preguntándoselo en televisión.

Mi plan era halagarla, darle mucho amor, preguntarle cosas simples de su vida, cómo era de joven, por qué le gustaba correr olas, por qué le gustaba saltar a caballo, cómo conoció a papá, por qué se enamoró de él, por qué tuvieron diez hijos, qué le hubiera gustado estudiar en la universidad, cómo entró al Opus Dei, si había leído mis libros, qué pensaba de ellos, cosas así, pero evitando en todo momento el menor atisbo de discusión, dándole siempre la razón y expresándole mi amor sin reservas, después de tantos desencuentros que, debido principalmente a mi sexualidad disidente y a mi condición de agnóstico, habíamos tenido y seguíamos teniendo.

Aquel sábado en casa de mamá hablé con mi hermano Arturo y luego por teléfono con mi hermana Carol y mis hermanos Javier y Miguel y ninguno me dijo nada de la entrevista. Supuse que mamá había mantenido el plan en secreto y nadie en la familia sabía nada.

Pero el domingo a mediodía sonó el celular. Era mi hermano José. Me dijo que, junto con mi hermano Oscar, quería reunirse conmigo esa tarde. Le dije que estaba viendo un partido de fútbol argentino y que pensaba almorzar luego con mis hijas. Le pregunté de qué se trataba. Me dijo que mamá no debía venir al programa, que era una falta de respeto a la memoria de nuestro padre, que si él estuviera vivo no lo permitiría, que mamá no era un personaje público y por eso no debía salir en televisión, que al llevarla a mi programa yo estaba dividiendo a la familia y creando problemas. Lo escuché con calma y le dije que respetaba su opinión pero no la compartía y que al final quien debía decidir libremente era mamá y que ella ya había decidido venir. José alegó que mamá no quería venir al programa pero que lo hacía como un sacrificio para sacarme del hoyo negro en que yo vivía. Insistió en reunirnos con Oscar. Dijo que toda la familia se oponía a la entrevista. Le dije que no valía la pena reunirnos porque sería una discusión tensa y desagradable y que aun si todos mis hermanos se oponían a la entrevista, la decisión final era de mi madre y sólo de ella y de nadie más.

Mamá llegó radiante, serena y guapísima al estudio. Parecía feliz. Era su noche. Se sentía querida. La acompañaban Carol y Miguel, con gran generosidad. Quizá tenían temores o reservas comprensibles pero, ante todo, respetaban su decisión, como correspondía. Le dije a mamá que hablásemos como si estuviésemos en la sala de su casa, con naturalidad. Así será, me dijo.

Poco antes de comenzar me contó que mi hermana Doris, su hija mayor, la había llamado para decirle que no debía venir al programa, que era una tonta, que no tenía sentido del humor, que era muy aburrida, que iba a quedar mal, que yo me iba a burlar de ella y que le prohibía que mencionásemos su nombre en la entrevista. Me sorprendió, pero luego recordé que alguna vez Doris me había escrito un correo prohibiéndome hablar o escribir de ella y, en particular, de los años en que fue monja. Le dije a mamá que nadie podía prohibirle hablar libremente de sus hijos y que no tuviera miedo, que ya era una mujer mayor y tenía que ser libre de ir adonde quisiera y decir lo que pensara, sin dejarse asustar o manipular por nadie.

Nunca quise y admiré tanto a mi madre como esas dos horas en que hablamos en televisión. Estuvo tranquila, valiente, divertida, elegante, amorosa, irradiando la bondad que siempre la iluminó y la hizo tan adorable y especial. Sentí su cariño y creo que ella sintió el mío y por suerte no hablamos de las cosas que nos separan sino de las demás, que nos unen tanto. Sentí que, aunque sea del Opus Dei y nunca pueda presentarle al chico al que amo, era mi madre y la amaba exactamente como era y no necesitaba que fuera distinta o mejor para amarla completamente.

Por eso, cuando esté por llegar el día en que ella y yo nos alejemos para siempre, tal vez recuerde aquellas horas en televisión como uno de los momentos más estupendos y memorables de todos los años en que tuve la inmensa suerte de ser hijo de mi madre.

Jaime Bayly
12 de Mayo de 2008

Raras formas de amar

En los últimos días las circunstancias me han forzado a tomar dos decisiones en extremo difíciles.

Una fue decirle a Martín que no quiero vivir con él, que quiero vivir solo el resto de mi vida.

La otra fue responderle a Sofía si mantenía la promesa que le hice cuando nos divorciamos: que si ella llegaba a los cuarenta años y no tenía esposo ni novio y no había tenido un hijo, yo me comprometía a darle un hijo.

Lo de Martín fue doloroso porque es el hombre que más he amado y creo que todavía lo amo y lo amaré siempre, aunque él se enamore de otros hombres. Pero no podía seguir postergando esa decisión. Los últimos años nos veíamos una vez por semana en Buenos Aires y así estaba bien para mí. No para él: me decía que quería vivir conmigo como una pareja convencional. Por eso vino a Miami. La fantasía no duró un mes.

No es por falta de amor a Martín que quiera vivir solo. Es porque si vivo con él siento que pierdo demasiada libertad y que mis manías, caprichos, inapetencias y desidias le disgustan y lo irritan y que verlo tan a menudo socava mi cariño por él.

Martín lo tomó como un acto de egoísmo, como una traición. Me dijo que voy a arrepentirme, que lo estoy desperdiciando, que saldrá a buscarse un novio y que no acepta mis condiciones de ser ante todo amigos y vernos una vez al mes en Buenos Aires.

No pierdo la fe de que con el tiempo podamos ser amigos y con suerte seguir siendo amantes.

Lo de Sofía me tomó por sorpresa, a pesar de que cada cierto tiempo mi madre, viendo a alguno de sus nietos, me decía: ¿Cuándo vas a tener un Jaimecito? Yo me reía y le decía que nunca, que con dos hijas ya soy feliz. Pero mamá insistía e insistía, ella es terca y quiere su Jaimecito.

Yo pensaba que Sofía había olvidado la promesa que le hice saliendo de unos cursos que nos obligaron a tomar en Miami cuando nos divorciamos, unos cursos para enseñarnos a ser buenos padres divorciados que, por supuesto, eran una estupidez y eran dictados por unos sujetos que parecían infelices precisamente porque no se habían divorciado. Aquella tarde la noté tan triste que le dije: Siempre te amaré. Siempre. Y si cumples cuarenta años y estás sola y no has tenido un hijo y quieres tenerlo, te prometo que yo te lo daré. Ella me abrazó y me dijo que por eso me quería tanto, porque estaba loco.

No hace mucho, Sofía cumplió cuarenta años y los celebró en Lima con sus mejores amigas y amigos. No pude estar con ella porque tenía que hacer el programa en Miami, soy un esclavo de la televisión. Pero le di una sorpresa: le regalé el auto de sus sueños porque la camioneta que habíamos comprado cuando nos divorciamos y ella volvió a Lima ya le daba muchos problemas. Creo que me quiso un poco más cuando se subió a ese auto tan lindo. Lo merecía sin duda: ella me había regalado dos hijas preciosas, adorables, y ningún regalo que yo pudiera darle compensaría jamás los que ella, contra viento y marea, me había dado.

El otro día estábamos paseando por Le Marais, porque Camila, nuestra hija mayor, pidió ir a París por sus quince, y mientras las niñas se divertían mirando ropa, le pregunté a Sofía: ¿Qué puedo darte para que seas más feliz?

No dudó en responderme: Un hijo, el hijo que me prometiste.

Me quedé helado. No supe qué decir. Pero no podía echarme atrás: le había hecho esa promesa y ahora ella tenía cuarenta y seguía sin tener un hijo ni padre potencial a la vista.

La verdad es que, aunque me sorprendió, me sentí halagado. Lo primero que le dije fue: No creo que sea capaz de tener una erección, las pastillas han acabado con mi apetito sexual. Ella se rió y me dijo que era una excusa tonta y que, si aceptaba el reto, ella se encargaría de derrotar a las pastillas y provocarme una erección (y no dudé de que lo conseguiría sin dificultad). Luego lo pensé un poco, me tomé mi tiempo y comprendí que no podía ser un cobarde, que tenía que cumplir mi palabra, que era mi destino.

Puse, sin embargo, ciertas condiciones: el niño nacería en Miami, de ninguna manera en Lima; Sofía y nuestras hijas se mudarían a Miami; yo seguiría viviendo solo, en una casa a distancia que pudiese recorrerse caminando o en bicicleta de donde ellas eligieran vivir, es decir que estaban obligadas a vivir en la isla de Key Biscayne; y preservaría mi absoluta libertad sexual o amorosa.

Ninguna de esas condiciones fue aceptada, salvo la última.

Sofía me dijo tranquila y amorosamente que el niño nacería en Lima, que ella no quería irse de Lima y nuestras dos hijas tampoco, y que estaba loco si pensaba que se mudarían a Miami, una ciudad que ella no soportaba en verano y a duras penas podía tolerar en invierno.

Sin embargo, aceptó que siguiera viviendo solo. Es más: para mi sorpresa, me lo pidió. Me dijo: Yo no quiero vivir contigo. Yo quiero tener un hijo contigo, pero seguir viviendo sola con las niñas. Tú puedes vivir donde te dé la gana y venir a visitarnos cuando quieras.

Me quejé. Le dije que me parecía injusto condenar al niño a vivir en una ciudad donde crecería a la sombra de mi fama oprobiosa y que en los Estados Unidos sería más libre y feliz y que además en el Perú un candidato de izquierda ganaría las próximas elecciones presidenciales y no podía tolerar que mi familia viviera bajo un régimen socialista autoritario que conculcaría las libertades.

Sofía me dijo que yo siempre predecía catástrofes políticas que nunca ocurrían y que no estaba dispuesta a ceder: el niño y ellas vivirían en Lima, punto.

Le pedí que al menos fuera a dar a luz a Miami para darle al niño la ciudadanía norteamericana, que nuestras hijas ya poseen, dado que nacieron en Washington y Miami, y que Sofía y yo también poseemos, gracias a ella, claro está.

Sofía me dijo que haría el embarazo y el parto en Lima y que el niño podía ser ciudadano norteamericano aun naciendo en Lima, sólo había que inscribirlo en el consulado.

No me quedó más remedio que aceptar sus condiciones. Tenía que cumplir mi promesa de impregnarla de un varón y era rigurosamente justo que ella eligiese con toda libertad en qué circunstancias lo traería al mundo.

Surgió luego el espinoso tema del nombre, pero por suerte hubo coincidencia inmediata: De ninguna manera se llamaría Jaime. No podíamos traumatizarlo de ese modo. Pero quizá podíamos llamarlo James o Jimmy o Jim o Jimbo. Era cosa de ir pensando.

Me sentí orgulloso de que, después de tantos años, Sofía siguiera considerándome un buen padre, una persona confiable. Pero sobre todo me halagó que siguiera deseándome en cierto modo, que estuviera dispuesta a hacer el amor conmigo una o varias veces, todas las que fuesen necesarias para quedar embarazada.

Esa fantasía se difuminó apenas me dijo: Lo que sí te pido es que me des tu esperma en un pomito, si no te molesta.

En ese momento me sentí tan humillado que le dije que si quería tener un hijo conmigo, estaba obligada a hacerme el amor todas las veces que fuesen necesarias, que de ninguna manera le daría a mi hijo en un pomito.

Era sólo una broma, me dijo ella, y me abrazó.

Pero no estoy tan seguro de que fuese una broma.

Jaime Bayly
28 de Julio de 2008

Las pequeñas estafas

Me han estafado cuatro veces. Lo curioso es que cuando recuerdo esas estafas no me molesto ni me lleno de rencor o deseos de venganza. En cierto modo recuerdo con aprecio a esas personas ingeniosas e inescrupulosas que burlaron mi buena fe y me embaucaron, como si en lugar de perjudicarme me hubiesen hecho un favor, al recordarme mi condición de tonto de campeonato.

La primera vez que me robaron fue cuando vivía en Georgetown. En aquellos tiempos Sofía y yo compartíamos un departamento en la calle 35 y ella estudiaba una maestría y yo porfiaba por escribir. Pasaba todo el día en el departamento, escribiendo. Al caer la noche, salía a caminar. Una de esas noches, caminando de regreso al departamento, un hombre y una mujer jóvenes, de buen aspecto, se acercaron y me dijeron con modales refinados que vivían en Virginia y se habían quedado sin dinero para echarle gasolina al auto y necesitaban un préstamo que me pagarían al día siguiente, domingo. Les pregunté cuánto necesitaban. Me dijeron que cien dólares. No dudé en darles el dinero. A cambio me dieron una tarjeta con un teléfono. Me pidieron que los llamase para traerme el dinero al día siguiente. Fueron tan encantadores que hasta me ilusioné con que ese préstamo fuese el comienzo de una amistad. Al día siguiente los llamé. El teléfono no existía. Nunca más los vi. Pero ahora curiosamente los recuerdo con cariño.

Fui estafado por segunda vez cuando me había mudado a Miami, resignado a que tenía que trabajar en televisión porque el dinero de los libros no alcanzaba para nada. Me había hecho conocido en esa ciudad con un programa de entrevistas. Una mañana estaba desayunando con mis hijas en el hotel Sonesta de Key Biscayne (que por desgracia cerró no hace mucho y en el que viví largas temporadas) cuando se acercó un señor alto, enjuto, barbudo, de traje y corbata, con aire de caballero a la antigua. Me dijo su nombre, me contó que era colombiano, me dio su tarjeta, llevaba un apellido tradicional, me dijo que era admirador de mis programas y se sentó a la mesa con nosotros y pidió un café. Luego nos contó que la noche anterior había cenado en un restaurante en Coconut Grove y le habían robado un maletín en el que llevaba todo: el dinero, las tarjetas de crédito, su pasaporte. Y ahora no tenía cómo sacar dinero en Miami para pagar la cuenta del hotel y regresar a Bogotá. Me rogó con exquisitos modales y hablando con esa propiedad tan colombiana que lo socorriera de ese apuro humillante, que le prestara mil dólares para pagar el hotel y volver esa misma tarde a Bogotá. Prometió que me mandaría la plata tan pronto como llegase. No dudé en decirle que me esperase allí mismo, que iría al banco a sacar la plata y volvería en quince minutos. Camino al banco con mis hijas, les pregunté si pensaban que debía prestarle el dinero. Estás loco, me dijo Camila, nunca te va a pagar. Yo no le creo nada, no me gusta su cara, dijo Lola. Pero yo ignoré esas advertencias, saqué el dinero, volví al hotel y se lo entregué. Nunca más volví a verlo. Llamé a sus números y tampoco existían.

El tercer hurto fue el que más me dolió porque lo perpetró un hombre que había trabajado conmigo en Miami y al que consideraba mi amigo. Era un peruano de origen humilde, avispado y trabajador, que se ganó mi confianza apenas lo conocí. Me pareció ingenioso, astuto, muy eficiente, con esa inteligencia de la calle que poseen los peruanos que han salido de muy abajo y aprendido a sortear las condiciones más adversas. Este amigo, al que contraté como productor de mi programa, dejó de trabajar conmigo cuando Telemundo me contrató y poco después despidió: me dijeron que respetarían mi contrato hasta el último día, pero que preferían pagarme no para que saliera en televisión sino para que no saliera en ella. Mentiría si dijera que no dolió. Unos años después, retirado yo de la televisión y dedicado a escribir, mi amigo me propuso un negocio en Colombia: yo viajaría una semana, grabaría catorce episodios como anfitrión de un festival internacional del humor y me pagarían un dinero nada despreciable. Acepté y le prometí el quince por ciento del contrato, lo que le pareció justo. Cuando llegué a Bogotá, él ya estaba allá y me dijo que por razones contables o tributarias ya había firmado el contrato en mi nombre. Me lo dijo en el hotel Casa Medina, tomando el té al lado de la chimenea. Me dijo que el contrato se había firmado entre la televisora y él, que el dinero se transferiría íntegramente a su cuenta en Miami y que, apenas lo recibiese, retendría el quince por ciento y me daría mis honorarios. Por supuesto, le creí: era mi amigo, habíamos jugado fútbol con nuestros amigos los Crousillat (que me lo presentaron en Miami, y a quienes sigo considerando mis amigos). Pues grabamos los catorce programas (que salieron espantosos) y él volvió a Miami y yo volé a Buenos Aires, donde me había ido a vivir. Pasaron los días y las semanas y mi amigo no me transfería el dinero ni me llamaba ni contestaba mis correos. Simplemente había desaparecido. Lo llamé a sus teléfonos de Miami, pero los había cambiado. Estaba claro, me había timado. Pero esta vez no me quedé tan tranquilo. Llamé a su hermana en Miami, una buena mujer, enfermera, que también había trabajado conmigo, y le pedí que le transmitiera a su hermano un mensaje simple y claro: si no me pagaba, daría una rueda de prensa en Lima y otra en Miami, denunciándolo como estafador (una fama que ya había ganado en Lima con modelos eróticas que llevaba de gira y luego lo denunciaban por no pagarles), algo que en realidad jamás hubiera hecho. La amenaza surtió efecto: mi amigo me escribió sin demora, diciéndome que el banco le había confiscado el pago de la televisora colombiana porque él estaba muy endeudado, al borde de la quiebra, y prometió que me iría pagando de a pocos. Reconozco que tuvo el mérito de, meses después, venir a mi casa y pagarme una fracción, creo que la tercera parte, de lo que me debía. Luego lloró miserias, me dijo que estaba endeudado hasta el cuello, que nunca había querido estafarme, y yo le creí y me dio lástima y le dije que no me debía nada, que el asunto quedaba zanjado. Pero desde entonces sentí que no podía confiar más en él.

La cuarta y última estafa resultó la más dolorosa porque me costó mucho dinero. Un amigo de Sofía, el padre de una de sus mejores amigas, le ofreció vendernos un apartamento de tres pisos frente a un club de golf. El edificio estaba ya levantado y sólo faltaban los acabados. Sofía, el caballero y yo caminamos por los pisos de concreto que nos ofrecía, admiramos la vista, decidimos que en el tercer piso haríamos un gimnasio y una pequeña piscina y le pedimos un descuento. Nos lo rebajó de 250 a 225 mil dólares si pagábamos al contado. Eso hicimos. Siete años después, el edificio sigue sin acabarse, deshabitado, fantasmal. Nunca nos entregaron el departamento ni nos lo entregarán, por supuesto, lo que me obligó a seguir quedándome en hoteles en Lima. Y ahora, haciendo las cuentas, reparo en el hecho de que hace veinte años o más he vivido en Lima siempre en hoteles: en el hostal El Olivar de San Isidro (una casona antigua que creo que ya no existe), en dos hoteles de la avenida Pardo, en el Park Plaza, en el Golf Los Incas, en el Country y en muchos otros hoteles a los que considero mi casa los días que paso por Lima.

No guardo rencor a quienes me robaron con engaños amables y persuasivos. Más bien les agradezco porque me recordaron que soy un idiota, lo que es conveniente no olvidar para que no me sigan timando tan fácilmente.

Jaime Bayly
11 de Agosto de 2008

Lo que queda del alma

El avión desciende sobre las arenas de Lima mientras despunta el amanecer. No he dormido. He leído un libro bellísimo, El olvido que seremos, de un escritor colombiano, Héctor Abad Faciolince, al que conocí en Bogotá hace años, una noche lluviosa a la salida del teatro. Me ha conmovido tanto que me ha hecho llorar. Lo he leído con la mascarilla blanca que me dio la doctora cubriendo mi nariz y mi boca para no contaminarme con los miles de bichos invisibles que, según ella, pululan por la cabina helada del avión y saltan de un pasajero a otro, infectándonos a todos.

-¿Llevas una vida saludable? -me preguntó la doctora.

-Sí -respondí-. No fumo, no tomo alcohol, no como mucha grasa, camino todas las tardes por el parque.

-¿Con qué frecuencia viajas? -preguntó.

-Todos los fines de semana -respondí.

-Entonces no llevas una vida saludable -sentenció.

-¿Por qué? -pregunté, sorprendido.

-Porque los aviones están repletos de gérmenes y bacterias que viven allí y recirculan por toda la cabina. Si quieres llenar de bichos tus vías respiratorias, súbete a un avión. Los aviones te están matando.

Le expliqué que no puedo dejar de volar con tanta frecuencia porque he firmado unos contratos que debo cumplir, aunque me llene de bichos.

-Entonces vas a viajar siempre con la mascarilla puesta -dijo ella.

El problema de viajar con la mascarilla puesta es que las azafatas y los pasajeros te miran con lástima y repugnancia y se mantienen a prudente distancia. Bien mirado, quizá no sea un problema.

-¿Estás enfermo? -me preguntó una azafata, mientras colocaba la bandeja con la comida en la mesa plegable del asiento vecino, que por suerte estaba desocupado.

-Sí -le dije.

-¿Qué tienes? -preguntó.

-Siento que estoy en el cuerpo equivocado -le dije.

Me miró alarmada y tuvo el buen juicio de no hacer más preguntas.

No es que quiera ser mujer o que me disgusten mis colgajos. Es que todo mi cuerpo –la panza obscena, la penosa flacidez, las cavernas estropeadas, las canas púbicas que no cubriré de tinte– me parece un error, un cuerpo equivocado.

Héctor Abad dice en ese libro admirable que el alma no es inmortal, es tan mortal como el cuerpo y a veces se muere antes que el cuerpo. Puede que sea mi caso. Tal vez nunca tuve alma. Tal vez nací desalmado, no lo sé. Pero si tuve alma, la mía era mortal y me parece que se murió por exceso de maquillaje y horas de televisión, se murió en algún estudio de televisión y yo seguí hablando, ya sin alma.

Después de dormir dos horas boca abajo y con los zapatos puestos, voy a ver a la doctora. Le llevo escupitajos en un frasco esterilizado. ¿Será eso lo que queda de mi alma? La doctora me toca, me palpa, me ausculta, soba mi espalda, me regala chocolates. Luego me pregunta si me inyecto drogas. Le digo que no. Me dice que tengo bichos en la sangre. Me dice que tengo los pulmones infectados. Me dice que tiene que sacarme sangre ahora mismo. Le digo que necesito ir al baño. Pero no voy al baño. Salgo de su consultorio, bajo cinco pisos por las escaleras, camino media cuadra, compro una cremolada de uva borgoña, subo a la camioneta y me alejo de allí, recordando con una sonrisa el diagnóstico de la doctora:

-Gordo, estás lleno de moco.

Llegando a la casa, leo un correo electrónico de una amiga que me recomienda inyectarme Neurobion para reforzar mi sistema inmunológico. Voy a la farmacia, compro varias cajas de Neurobion, vuelvo a la casa y le pido a Sofía que me ponga la inyección.

Sofía me ponía inyecciones cuando vivíamos en Washington, conoce bien mis nalgas y sabe lo que tiene que hacer. Me lleva a su cuarto, prepara la inyección, coloca una toalla blanca y me pide que me tienda boca abajo. La escena no carece de un cierto erotismo, al menos para mí, que no tengo alma o que la escupo a menudo.

Me bajo los pantalones, me tiendo en la cama que trajimos desde Miami en barco, la cama donde hacíamos el amor cuando teníamos alma, me bajo luego los calzoncillos y exhibo con orgullo recatado el único talento que poseo, aquello que me ha permitido abrirme paso en la vida, mi bien más preciado, la clave de todos mis triunfos: mis nalgas. Poco importa que se te muera el alma si tienes unas nalgas altivas, pundonorosas y justicieras como las mías, unas nalgas que han sobrevivido a mil batallas ásperas y siempre están dispuestas a dar una pelea más en nombre de mi honor.

Sofía pasa un algodón con alcohol por mi nalga combativa, juega con ella, me hinca las uñas tratando de prepararme lenta y amorosamente para el dolor que se avecina y yo levanto las nalgas con gallardía y espero el aguijón.

En ese momento, sin que ella ni yo lo advirtamos, su madre, que mucho no me quiere, y cuya alma seguramente expiró antes que la mía, llega a la casa, se acerca al cuarto de Sofía y escucha a su hija decirme:

-Te va a doler cuando te la meta, pero te va a doler más cuando te la saque.

La madre de Sofía, que no ignora mis veleidades amorosas, se detiene, sin poder creer lo que acaba de oír, y se asoma discretamente, escondida detrás de la puerta. Lo que ve la llena de estupor, la horroriza, le provoca escalofríos: yo estoy tendido boca abajo, los ojos cerrados, las nalgas desnudas y enhiestas, a la espera del ansiado castigo, y digo, con una voz sospechosamente optimista:

-Métela sin miedo. Métela de una vez.

-Pero te va a doler.

-No importa. No será la primera vez. Ya estoy acostumbrado.

La madre de Sofía da un paso atrás, espantada, y siente que va a desmayarse. Luego escucha a su hija decirme con voz amorosa:

-Te va a doler más porque está un poco gelatinosa.

Esto ya es demasiado. Ella, una dama honorable de alta sociedad, ya sabía que yo era un mal bicho, un pervertido, un sátiro, un degenerado, un sodomita descarriado. Pero jamás imaginó que escucharía a su propia hija, educada en Washington, Philadelphia y París, decirme:

-¿Dolió mucho cuando la metí?

Y a mí contestarle:

-No dolió gran cosa. Métela toda. Métela hasta la última gota.

Y a ella, en control de la situación, disfrutando del dominio que ahora ejerce sobre mí en la cama, decirme:

-Te va a doler cuando te la saque.

Y a mí rogarle:

-Por favor, sácala ya. No aguanto más.

Y a ella negarse:

-Todavía no. Falta un poco más. Aguanta. Esto te va a hacer bien.

La madre de Sofía sale de la casa llorosa, mareada, aturdida, preguntándose qué cosas habrá hecho tan mal para que su hija acabe sodomizando con algún artilugio a ese escritor mediocre y haragán, que ha destruido todo lo bueno y noble que alguna vez tuvo su hija y la ha corrompido con su espíritu disoluto y sus ideas libertinas.

Al pasar al lado de la ventana, seguida por los perros tan odiosos que no paran de ladrar, se detiene, nos ve abrazados detrás de la cortina y me escucha decirle a Sofía, invadido por esa forma de amor que no conocíamos cuando hacíamos el amor en aquella cama que trajimos de Miami:

-Nadie lo hace mejor que tú, gordi.

Luego se marcha a toda prisa, pensando que ha llegado el momento de envenenarme, sin saber que ya estoy envenenado y que por eso su hija ha hincado mi nalga y la ha infiltrado de un medicamento seguramente inútil.

Jaime Bayly
7 de Abril de 2008

Guerrillas amorosas

Lo curioso de las peleas amorosas es que a veces se originan por las situaciones más inocentes o por malentendidos absurdos o por sospechas que están divorciadas por completo de la realidad.

Los amantes que más se aman pelean a menudo no por falta de amor sino por exceso de amor, que es como una droga que los intoxica y los hace ver alucinaciones peligrosas.

Esto es lo que me pasó en los últimos días, una guerrilla amorosa de la que todavía no me recupero.

El origen de la pelea estuvo dictado por la casualidad y desprovisto de malas intenciones. Yo estaba editando el programa que presento en Miami y tocaron la puerta. Faltaba poco para el programa y a esa hora no me gusta que nos interrumpan. Abrí. Era Manuel, un reportero chileno del canal. Me dijo que venía de entrevistar a uno de los magnates ecuatorianos que viven en Miami y cuyos canales habían sido incautados por el gobierno de Quito ese mismo día. Me ofreció la entrevista antes de emitirla en el noticiero del canal. La acepté y agradecí el gesto. Se fue presuroso. No estuvo más de un minuto en la sala de edición y no alcanzó siquiera a darme la mano.

Vimos la entrevista y nos pareció valiosa. Extrajimos tres fragmentos. Los pasé durante el programa. Al presentarlos, agradecí a Manuel y dije que era un excelente periodista.

Esa noche encontré un correo de Manuel agradeciéndome por elogiarlo en el programa. No le contesté porque estaba cansado.

Al día siguiente regresé de montar bicicleta a eso de las siete de la tarde, cuando el sol ya no quema, la hora más propicia para salir por la isla, y, mientras me quitaba la ropa para meterme en la piscina, mi rutina de todas las tardes, sonó el celular. Era Martín, desde Buenos Aires. Estaba furioso. Martín odia a Manuel, lo odió desde que lo conoció. Piensa que Manuel está enamorado de mí y quiere ser mi novio. Acababa de ver en Youtube las imágenes de mi programa, cuando decía que Manuel era un excelente periodista. También había visto un comentario que yo hacía sobre mi renuencia o desinterés en servir a los demás, a la patria. Al parecer había dicho: Yo sólo sirvo a mis hijas, a la madre de mis hijas (que es como mi hija), a mi madre y a mis amantes incontables. A nadie más. Pero no había mencionado a Martín, el hombre al que más he amado. Y en ese mismo programa había elogiado a Manuel, el hombre al que Martín más odia en todo el mundo.

Fue demasiado para él. Me dijo que lo había humillado, que lo había traicionado, que era un sujeto sin escrúpulos ni sentimientos, que no me quería ver nunca más, que ahora sí era el final definitivo, que nunca me perdonaría esa agresión tan cobarde e innoble. Me dijo luego algo que me impresionó:

-Sos un negro culosucio. No tenés moral.

Nunca nadie me había llamado así, negro culosucio. Me encantó el insulto.

Por supuesto, no me metí a la piscina. Ya no tenía tiempo. Subí a la ducha, me vestí y corrí a la televisión. La televisión tiene, entre otras ventajas, la cualidad terapéutica de que, cuando el público te aplaude y se ríe de tus bromas, te olvidas de tus problemas amorosos y te sientes un tipo listo e ingenioso (lo que es mentira) y no te sientes para nada un negro culosucio.

Al llegar a casa encontré un correo de la madre de Martín. Se llama Inés y ha sido siempre muy cariñosa conmigo, aunque cuando Martín le contó hace años que estábamos saliendo juntos, ella le dijo: Preferiría que salieras con Peña que con ese peruano del orto. Peña es Fernando Peña, un genial actor y comediante argentino, homosexual, ácido, irreverente, provocador, que tiene sida, aunque eso no le impide seguir demostrando su incalculable genialidad.

Inés me había escrito un correo titulado: Daño al pedo. Me intrigó el encabezamiento, presentí que me haría reproches por el daño que, sin querer, había provocado en su hijo, al elogiar en televisión a su peor enemigo y al no mencionarlo explícitamente entre las personas a las que declaraba servir, aunque uno podía alegar que él podía contarse entre mis amantes incontables, que, por supuesto, son contables, contables con uno o dos dedos, o con los dedos de una mano.

El correo de Inés carecía de introducciones afectuosas. Decía: Cuando leí lo que escribiste sobre el viaje, me entristecí y me dieron ganas de llorar. ¿Qué se siente cuando se logra angustiar a alguien? No conozco el mecanismo. Nunca hice daño conscientemente.

Inés se refería a una crónica reciente en la que contaba, entre otras peleas o malentendidos (mi hija menor me pedía euros, mi hija mayor me decía que nadie leía mis libros, Sofía me decía que antes de tener un hijo conmigo prefería adoptar), que, en el vuelo a Buenos Aires luego de tres semanas en Europa, Inés y Martín no se habían hablado una palabra, porque estaban hartos de verse las caras tres semanas seguidas. Esto, al parecer, había lastimado a Inés, que ahora me acusaba de hacerle daño conscientemente, de angustiarla y hacerla llorar.

Estuve a punto de responderle, diciéndole que ella también hacía daño conscientemente, porque de otro modo no me hubiese enviado ese correo, y que si bien yo podía hacer daño cuando escribía, también podía no hacer daño cuando no escribía, por ejemplo cuando la invitaba con Martín a París o cuando le prestaba dinero a Martín para que le comprase un departamento a ella, de manera que mi capacidad de hacer daño literariamente a veces podía contrapesarse o neutralizarse con mi capacidad para no hacer daño o incluso hacer el bien económicamente. Pero me contuve y preferí no decirle nada. Tampoco me disculpé porque nunca me ha gustado disculparme por las cosas que escribo: un escritor escribe de las cosas que tiene que escribir y esas cosas no siempre pueden ser felices y que una madre y su hijo se peleen después de tres semanas juntos es sólo una situación humana, comprensible, que sólo podría resultar hiriente si es mirada con excesivo orgullo.

A la tarde siguiente, porque las pastillas me hacen dormir hasta las tres, encontré un correo de Martín, en el que me informaba que se iba de nuestro departamento, que se llevaba sus cosas, que no lo vería más.

Le rogué que no se fuese, le sugerí que nos diésemos una tregua, le pedí que ante todo fuese mi amigo y no mi novio celoso y le reenvié el mail de su madre. Me respondió: Seguro que le habrás dicho que no puede criticarte porque la invitaste a París. Es todo tu estilo. Además yo podría decir cosas mucho peores de tu madre. (Martín y mi madre no se conocen, aunque me encantaría que se conocieran, creo que podrían llevarse bien).

Martín se ha ido a vivir con su madre. No quiere verme más. Le he rogado que vuelva al departamento, que me perdone, pero me ha dicho que lo nuestro se terminó, que no lo veré más, que soy un mal recuerdo para él.

Esta tarde he ido al correo y he encontrado la cuenta de mi tarjeta de crédito. Allí figuran, entre otros gastos, los hoteles en que se han hospedado la bella Sofía y mis adorables hijas en París y Londres y aquellos en que se alojaron el bello Martín y su adorable madre en Madrid y París.

Al escribir el cheque para sufragar los gastos de esas personas a las que sirvo y seguiré sirviendo con el mayor gusto (y a las que no mencioné debidamente en televisión), no pude evitar sentirme un negro culosucio (aunque no sé bien lo que es eso). Pero no me arrepiento, es lo que soy: una buena persona cuando no escribo y una mala persona cuando escribo.

Jaime Bayly
14 de Julio de 2008

La furia del actor

El actor me escribe, sorprendiéndome: Hola,

(Me sorprende la coma, que sugiere que escribió algo que luego borró o quiso escribir y reprimió. Es en todo caso una coma prometedora).

Respondo: ¿Cómo estás?

Me escribe: No bien,

(De nuevo, la coma me intriga, pues al parecer delata cierta angustia o desasosiego, unas ganas de decir algo que quedan frustradas).

Le escribo: ¿Por qué? ¿Puedo ayudar en algo?

Me pregunta: ¿Quién sabe de esto?

Le escribo: Tú, Martín y yo. Martín es mi chico y lo amo.

Me escribe: Dame tu número.

Le escribo: No me gusta que me den órdenes. Las cosas se piden bonito.

Me escribe: No entiendo, no te he hablado mal, ¿o sí?

Le escribo: Me dices: dame tu número. Suena un poco duro. Podrías decir: ¿te puedo llamar? El sábado estaré en Lima. Si te provoca, nos vemos en algún lugar discreto.

Vuelvo a escribirle: No sé por qué pienso que podríamos haber sido muy felices juntos y me da pena que no fuese así.

Me escribe: No creo que nos podamos ver, tal vez será en otro tiempo.

(Lo que más me duele es que diga en otro tiempo. Pudo decir más adelante o en un tiempito, pero en otro tiempo suena a en otra vida, a nunca).

Resignado, le escribo: Suerte entonces, que todo vaya bien.

Educado, se despide: Gracias, a ti también.

Le escribo: Estoy en Lima, qué pena no verte. Sales lindo en Somos.

A despecho de mi orgullo, insisto: ¿No piensas venir a Miami o ir a Buenos Aires? Me encantaría verte.

Le escribo, sin exagerar: Desperté soñando contigo. Habías venido a mi casa con una chica que era tu novia. La chica se llamaba Kanta y me saludaba con cariño. Luego tú me dabas un beso en la mejilla y me regalabas una camisa marrón.

Por fin me escribe: He conocido a una chica, pero no sé.

Le escribo: Me pasa igual. Conozco chicas lindas, me acuesto con ellas, pero no puedo enamorarme de una mujer. Voy el fin de semana a Lima, veámonos, la vida se pasa y no nos veremos nunca y sería una pena.

Le escribo: Estoy en Lima. Te quiero aunque no me creas.

Me escribe: No confío en ti.

Le escribo: Yo tampoco confío en mí. Tampoco confío en ti. Nadie confía en nadie. Y no exageres el papel de víctima. Un escritor escribe lo que tiene que escribir y tú fuiste mi primer hombre y todo lo que escribí evocando ese momento inolvidable lo hice con amor y ternura. Si te molestó, fue por las malas razones, por miedo o vergüenza. Yo siempre sentiré orgullo de que fueras mi primer hombre y de que me gusten los hombres. No lo escondo y soy feliz así. Y creo que decir es mi vida privada y de eso no hablo es una salida cobarde. Entiendo que no confíes en mí y haces bien. Yo soy un escritor y lo seré hasta la última puta palabra que escriba, así como tú eres un actor y lo serás incluso cuando se te caigan los dientes.

Me escribe: Esta vez sí te inspirastes (sic). Fuera de todo, tengo que proteger a mi hijo. Lo hago por él, sólo por él.

Le escribo: Te entiendo. Da miedo. Pero no lo estás protegiendo, lo estás haciendo más vulnerable. Yo sé que lo amas. Yo también amo a mis hijas. Pero lo mejor es que sepa quién eres de verdad y que se lo digas tú. Cuando yo les conté a mis hijas se cagaron de risa y les dio igual porque saben que las amo, eso es lo único que les importa, no con quién tiro o no tiro. El problema de escondérselo es que tal vez algún día alguien le diga a tu hijo lo que tú no tuviste el valor de decirle y llegar tarde no sería bueno. Mi consejo es que no tengas miedo de decírselo porque no es una cosa mala. Él te amará siempre y mucho más si eres franco y le muestras tus debilidades. Mis hijas saben que estuvimos juntos y conocen a Martín y lo quieren y no tienen complejos y en el colegio sus amigas me adoran. En cambio esconderlo trae todo un manto de culpa que al final le da al asunto un aire de maldad o perversión. Porque, mira, si a un heterosexual famoso le preguntan si le gustan las mujeres, jamás diría: es mi vida privada, de eso no hablo.

Me escribe: Lo que me jodió es que tuvistes (sic) que hablar. Carajo, si quieres habla de tu vida, pero no de los demás, al resto déjalo tranquilo. Tú quieres tirarte del avión, hazlo solo pero no conmigo. Jamás le diré a mi hijo esta mierda.

Le escribo: Creo que te equivocas. Porque esta mierda es tu vida, tu pasado. Y si te avergüenzas de eso, haces mal. Y me temo que tu hijo lo sabrá igual, aunque quieras ocultárselo. En cuanto a mi derecho a hablar, de nuevo te equivocas. Primero, porque un escritor tiene derecho a contar su vida, en ficción o directamente en memorias, y al contarla, contar sus amores, y que tú fueras mi primer hombre no es ni será nunca una cosa menor. Segundo, porque nunca conté nada de manera vulgar o hiriente hacia ti, si te hirió fue porque no tienes el valor de aceptar la verdad y ahora la llamas una mierda. Y tercero, aun si no fuera escritor, no puedes exigirles a todos tus amantes hombres (que, como bien sabes, no han sido pocos) que por el resto de sus vidas guarden secreto absoluto de ti sólo porque no quieres salir del clóset. La metáfora del avión no es exacta. Más exacto sería decir que tú decidiste quedarte en clóset y quieres que todos tus amantes nos quedemos en el clóset en solidaridad contigo.

Me escribe: Tú crees que eres feliz así. Yo no lo creo. Porque te dieron un espacio y la gente se caga de risa de cada tontería que hablas, ya crees que eso es la felicidad. Estás loco, no sé qué parte de la vida no la haz (sic) vivido, pero no sabes nada todabia (sic). No me gusta tu programa y lo sabes bien, ¿y? Esta chica es linda, pero no sé, hay algo que le falta...

(Esa última confesión me hace gracia y me hace pensar en una frase que escribí en mi primera novela: Tener sexo con una mujer es como comer comida vegetariana: sientes que te falta un pedazo de carne).

Le escribo: Eres cómico. No soy feliz, pero soy razonablemente feliz porque vivo solo y tengo dos hijas que me aman y no tengo que ocultarles que me gustan los hombres y porque me llevo bien con la madre de mis hijas y porque tengo un chico al que amo y eso me basta para ser medianamente feliz. También soy feliz porque soñaba con ser un escritor y me atreví y publiqué varias novelas que han ganado algunos premios y han sido traducidas a varios idiomas (incluyendo el mandarín, imagínate) y me han hecho ganar bastante plata, pero sobre todo el orgullo de haber escrito las cosas que me salieron de los cojones. No soy feliz únicamente por el programa, como dices, pero también me hace feliz tener un programa en Miami y otro en Lima donde tengo absoluta libertad creativa para decir lo que me da la gana. Y todavía se escribe todavía con v chica, no todabia con b grande y sin acento. Y has vivido se escribe has no haz. Y si mi programa te parece una basura como dijiste en televisión y lo que viviste conmigo, una mierda, ¿por qué pierdes tu tiempo escribiéndome? Sigue disfrutando de tu apasionante vida en el clóset.

Me escribe: Lo siento.

Le escribo: Todo bien. Sólo quiero que sepas que algún día me gustaría darte un abrazo antes de que nos vayamos de acá.

Jaime Bayly
21 de Julio de 2008

Impotencia

Ningún hombre está preparado para volverse impotente a los cuarenta y tres años. Yo ciertamente no lo estaba.

Desde que hace unos meses empecé a tomar pastillas para dormir y antidepresivos, advertí que mi apetito sexual menguaba, declinaba, se extinguía.

No lo noté porque alguien intentara hacer el amor conmigo, pues vivo solo la mayor parte del tiempo y así es como deseo vivir hasta que muera, sino porque, como consecuencia de los trastornos que dichas pastillas provocaron en mi organismo, interrumpí un hábito que hasta entonces había practicado -con perdón de mi madre- religiosamente: masturbarme todas las noches, después de leer, antes de dormir, menos por lujuria o excitación que como una técnica relajante que me indujera al sueño.

Lo hacía siempre con las luces apagadas para evitar el disgusto de ver la flacidez decadente de mi cuerpo y solía pensar en Martín, un joven argentino que me ama obstinadamente a pesar de que le he dicho con crueldad que quiero vivir solo, y a veces pensaba también en un actor torturado y talentoso que fue mi primer hombre.

Ultimamente pensaba en una mujer muy joven, de veinte años, Lucía, a la que veo en Lima cada cierto tiempo y que ha dejado la universidad para ser escritora y que me permite mirarla, tocarla y besarla y terminar sobre ella, pero no entrar en ella.

Empecé tomando una pastilla para dormir, Lunesta, y un antidepresivo, Prozac, hace tres meses. Después de tantas noches insomnes, agónicas, volví a dormir profundamente y sentirme bien. Pero con las semanas fui tomando más y más pastillas para dormir más profundamente y sentirme mejor. Está claro que tengo una personalidad adictiva, fue evidente cuando era joven y tomaba cocaína. Ahora todas las noches tomo 3 Lunestas, 2 Klonopin, 4 Xanax y 3 Stilnox. No los tomo todos a la vez. Los voy combinando cada vez que despierto, haciendo coctelitos que me hundan en sueños abismales. No ignoro que corro ciertos riesgos mezclando tantos barbitúricos que me han vendido sin prescripción. Pero encuentro cierta belleza mórbida en el hecho de tragar las pastillas y no saber si será la última noche. Cuando despierto a las tres de la tarde, no sólo me siento feliz porque he dormido como un bebé sino porque curiosamente estoy vivo, porque algún dios indulgente me ha regalado un día más. Cada día es entonces un suceso imprevisto y sobrecogedor, un pequeño milagro, lo que sin duda embellece y quizá hasta ennoblece mi existencia, porque sé que mi vida vale nada y que el mundo no perdería nada si me cremasen y arrojasen mis cenizas al mar de Key Biscayne, una isla en la que la felicidad no me ha sido del todo esquiva, como le he pedido a Sofía que haga a mi muerte.

Por la tarde ya no tomo un Prozac sino ocho, en dos sesiones: cuatro al levantarme y cuatro antes de ir a la televisión. Y siento que levito y soy en extremo bondadoso, que mi paciencia es infinita, que encuentro compasión para perdonar las peores vilezas de mis enemigos, que Mika y Carla Bruni son mis amigos y cantan conmigo en la camioneta.

Toda esta masiva e imprudente ingestión de químicos entraña sus riesgos, desde luego, y uno de ellos, que yo ignoraba, es la inhibición del deseo sexual (siendo además que nunca he sido desinhibido en esa materia, a pesar de que algunos de mis libros puedan dar esa impresión). Ya las últimas semanas en Miami había dejado de masturbarme, no tenía nunca una erección y cuando Martín me sugería decirnos obscenidades calenturientas en el teléfono, le decía que no tenía ganas y él se molestaba conmigo.

Pero estaba seguro de que casi tres meses después de no vernos, cuando llegase al departamento de Buenos Aires y tuviese a Martín desnudo a mi lado, no tendría ninguna dificultad en conseguir una erección y amarlo como él, mi chico lindo, merecía que lo amasen: desmesuradamente.

Obviamente, mis cálculos estaban errados. A pesar del deslumbramiento que me provocó verlo desnudo en la luz tenue de su habitación, y del empeño que puso en complacerme y obsequiarme toda clase de posturas y tocamientos a fin de despertar mi alicaído órgano sexual, y de la ferocidad con que froté ese colgajo pusilánime que se resistía a obedecerme y entrar en batalla, el fracaso fue absoluto, humillante, y una hora después, simplemente nos rendimos, Martín entendió con sabiduría que eran las pastillas y no la falta de amor lo que me impedía complacerlo y yo hice lo que tenía que hacer para que él pudiese terminar con una penosa sensación de derrota.

Por eso cuando me fui a dormir me sentía un pedazo de mierda, un inútil, un comatoso sexual, un impotente a los cuarenta y tres años. Tuve que tomar más pastillas que las acostumbradas para evadir la realidad.

Las noches siguientes no fueron muy distintas. Martín y yo probamos con paciencia toda clase de técnicas, juegos, exploraciones, impudicias y acoplamientos para que yo lograse una erección, pero nada sirvió, nada me calentó, nada me la puso dura. Martín comprensiblemente perdió la paciencia y procedió a complacerse en solitario, resignado a mi impotencia. Sentí, en esos momentos de tristeza, que me amaba aun siendo impotente, y por eso lo amé más.

Antes de irme de Buenos Aires, llamé a una amiga con la que había jugado sexualmente cada cierto tiempo. Se llama Penélope, está casada con un actor, tiene un hijo apropiadamente llamado Diego Armando y hace entrevistas para un programa frívolo de televisión. Así me conoció, entrevistándome, preguntándome tonterías, y así nos hicimos amantes ocasionales. Penélope accedió a venir a mi departamento la noche que le propuse, la última que pasaría en esa ciudad. Le sugerí a Martín que se uniese a la aventura como protagonista o mero espectador, pero él dijo que le daba asco esa chica, esa negra villera de Caballito, y que prefería irse a bailar y dejarnos solos. Penélope llegó diez minutos tarde y me besó con ese aire travieso que me sedujo cuando la conocí. No estaba tan linda como hacía diez años: el tiempo, la maternidad y los amores furtivos (tiene marido y tres amantes) la habían desmejorado un poco. Pero seguía siendo guapa, atrevida y muy graciosa en la cama.

Le advertí que me había vuelto impotente y que por eso la había llamado, para que, haciendo alarde de su maestría erótica, me devolviese una erección, aunque fuese la última. Ella hizo todo lo que pudo (se desvistió bailando, me contó sus peores desmanes eróticos, sus más encendidas fantasías, besó y succionó durante horas mi finado pene, que en paz descanse) y yo puse también algo de mi parte, tratando de jugar como habíamos jugado tantas veces, pero, a las dos de la mañana, y considerando que Martín podía llegar en cualquier momento, nos rendimos o nos aburrimos o nos reímos de esa situación tan cómica y absurda. Luego se fue y me dijo que me quería igual y que le parecía lindo tener un amante escritor impotente.

Cuando llegó Martín, le confesé mi fracaso. No me contés nada, que me da asco, dijo él, adorable. Ya sabés que me encantan las mujeres, pero odio las vaginas.

Así estamos. He descubierto en Buenos Aires que me he vuelto impotente. He llegado a Lima abrumado por la certeza de que esta impotencia no tendrá cura, a menos que deje los somníferos y antidepresivos. Pero está claro que si tengo que elegir entre dormir bien y sentirme leve y risueño o tener esporádicas erecciones, elijo la impotencia crónica.

Sólo me da pena porque estaba ilusionado con tener un hijo con Sofía. Ella es mi última esperanza. Ella o alguna pastilla que me despierte del coma sexual. Ruego auxilio a los médicos amigos.

Jaime Bayly
18 de Agosto de 2008

La dedicatoria

Yo quería dedicarle mi nuevo libro, El canalla sentimental, a Martín. No lo dudaba. Se lo merecía.

Martín es mi amante argentino, el hombre que más he querido. En realidad se llama Luis Martín. Pero en la novela lo llamo Martín como a Sandra, la mujer que más he amado, la llamo Sofía.

Le dije a Luis que quería dedicarle el libro pero no sabía qué escribir porque mis dedicatorias rozaban siempre la cursilería. Le dije que había pensado escribir: a Luis, a Luisito, a Lulito, a Pipito, a Popito, a Popi, a Lulini, a Luli, a vos, a mi chico, a L. Porque generalmente en la intimidad le digo Pipito, Popi o Lulito. Casi nunca le digo Luis, sólo se lo digo cuando estoy molesto, del mismo modo que él sólo me dice Jaime si está furioso, porque lo usual es que me diga Jaimín.

La opción que descartamos fue a L. Parecía cobarde, una manera de encubrir su identidad masculina y sugerir que podía ser mujer.

Decidimos que lo apropiado era simplemente a Luis. Nada más. Ningún añadido de esos que me salen tan cursis: que me enseñó el amor, que me hizo hombre, que me hizo su aparato (porque Luis suele decir que soy un aparato, es decir, alguien bochornoso, impresentable). Así quedó escrito en la primera versión que le mandé a Ana a Barcelona: a Luis.

No había duda de que el libro era en gran parte suyo porque cuenta la tensa intimidad, los malentendidos cómicos y los enredos sentimentales entre Martín (o sea Luis), Sandra (o sea Sofía, mi ex esposa y la madre de mis hijas), Jaime Baylys (escritor mediocre, perezoso e itinerante, o sea yo) y nuestras hijas Camila y Paola.

Les pregunté a Cami y Paoli si preferían cambiar sus nombres o si podía dejarlos en la novela. Camila me dijo que prefería llamarse Camila y que si le cambiaba de nombre sería una estupidez porque todo el mundo sabría que era ella igual. Paola me dijo que le gustaba Isabela pero que también le gustaba Lola y como yo nunca le digo Paola sino Lola o Lolita, me pareció mejor llamarla Lola porque así la reconozco más.

Luego todo se jodió porque al final todo se jode siempre, es la vida.

Luis había venido a Miami con la promesa de quedarse tres meses, todo el verano, harto de su madre, su familia y el frío de Buenos Aires. Lo traje en primera clase, como merecía. Acomodé la casa para él. Tenía la ilusión de que pudiésemos pasar el verano juntos. Pero a las tres semanas decidió que quería irse un mes a Europa con su madre (de quien solía quejarse cuando estaba en Buenos Aires). No me opuse. Organicé y financié parte del viaje. Pero me dolió. Sentí que Luis era demasiado frívolo, inestable y caprichoso y que no le interesaba tanto estar conmigo sino viajar por el mundo. No entendía cómo podía dejarme a poco de haber llegado e irse con su madre a Europa. Lo dejé ir, disimulando mi fastidio, pero cuando se fue, sentí que algo se había roto.

Me quedé triste, pero también aliviado, porque me gusta estar solo y Luis estaba todo el día limpiando obsesivamente la casa, ordenando la ropa, comprando ropa, viendo programas de concursos de diseñadores de ropa, reprochándome mi desinterés en el sexo. Sentí que había recuperado mi libertad, el silencio, las ganas de hacer lo que quisiera sin negociar con él ni darle explicaciones a nadie. Me sentí libre y raramente feliz. Y tal vez por eso empecé a tomar pastillas para dormir y antidepresivos. Y fueron un mes o dos de inmensa felicidad porque dormía muchísimo, diez o doce horas diarias, cada vez con más pastillas, y no extrañaba nada a Luis. Entonces llegué a una conclusión egoísta y definitiva: así es como quiero vivir mi vida, a solas y en silencio y sin justificarme ante nadie.

Entonces, ya Luis de vuelta en Buenos Aires y con ganas de volver pronto a Miami, le escribí diciéndole que quería vivir solo y que fuésemos amigos, de vernos a menudo y tocarnos si nos apetecía, pero nada de novios, pareja convencional o maridos. Porque él a veces hablaba de mí como mi marido y eso me aterraba. Y porque solía contar los días que pasábamos alejados como si fuesen un crimen: ¡hace dos meses que no nos vemos!

Luis lo tomó mal, como era previsible, y me dijo que si no quería ser su novio ni vivir con él, no quería ser mi amigo ni verme nunca más.

La noche que me escribió eso, que no le interesaba ser mi amigo ni verme nunca más, era la última para mandar la versión final con las correcciones definitivas a Barcelona para El canalla sentimental. Pensé: si Luis no quiere ser mi amigo, no merece la dedicatoria. Porque una dedicatoria es para toda la vida y él decía que no quería verme más. Lo dudé mucho, porque sentí que estaba ofuscado y me iba a arrepentir si le quitaba la dedicatoria prometida, pero a última hora, seis de la mañana en Miami, mediodía en Barcelona, mandé las correcciones con una nueva dedicatoria: a Lola.

Elegí a mi hija menor por varias razones, aunque no tendría que enumerarlas, bastaría con decir que es mi hija y la amo. Pero mi último libro se lo había dedicado a Mercedes, la empleada doméstica de mis hijas, y el anterior a Camila (que me enseñó a amar), y nunca le había dedicado uno a Lola, que es tan seca y comedida para demostrarme su amor, pero que siempre que le pregunto si preferiría tener un papá más normal que yo, me dice: No, estás loco.

Y sentí algo tan simple como esto: que mi amor por Lola era para toda la vida y mi amor por Luis estaba en duda porque no le interesaba ser mi amigo. Digamos que ese correo suyo (y el viaje caprichoso con su madre) cambiaron la dedicatoria.

Después se lo dije a Luis y me dijo que era una traición, que le había clavado un puñal, que era algo muy feo prometerle una dedicatoria y luego quitársela. Y dijo que él se merecía el libro mucho más que Lola (lo que me pareció discutible) y que nunca olvidaría esa mezquindad, esa humillación.

El otro día llegó el libro a la casa. No me gustó la portada: un cocodrilo llorando. Pero el título me gusta, El canalla sentimental, una frase que le robé a Borges, que en alguna entrevista decía admirar al canalla sentimental, aquel rufián desalmado que mataba sin compasión a sus enemigos y luego llegaba a su casa y daba de comer alpiste amorosamente al canario.

No quise leer el libro. Nunca leo mis libros. Me aburren, me parecen malos, infinitamente malos comparados con una novela de Cercas (sobre todo La velocidad de la luz), o de Coetzee (sobre todo Desgracia) o de Gina Montaner, que pronto publicará La mala fama, una novela admirable y conmovedora que deben leer.

A minutos de recibir el libro del mensajero y mirar con cierta reticencia la portada (demasiado juguetona para mi gusto), leí un mail de Luis lleno de amargura, reprochándome pequeñas cosas, peleando de nuevo por nimiedades. Y entonces sentí que había acertado, que la novela le correspondía a Lola y no a él, porque Luis seguía furioso debido a que yo no quería ser su novio sino verlo de vez en cuando, sin renunciar a mi libertad.

Entonces, cruelmente y con toda mala intención, le escribí: Acabo de leer tu mail y enseguida llegó el libro de España y sentí que la dedicatoria quedó perfecta a Lola. Besos, besos.

Cuando estaba editando en la tele de Miami, sonó el celular. Era Luis. Como siempre, puse altavoz para evitar el cáncer. Me dijo: Me has destruido el corazón y cortó. César y Eleazar, mis editores, me miraron y se quedaron callados. No dije nada. Seguimos editando.

Jaime Bayly
8 de Setiembre de 2008

Un domingo en Madrid

Hacía tres años que no venía a Madrid, desde que me dieron el finalista y luego me dijeron que no lo merecía y enseguida, como castigo, me llevaron un mes por toda España hablando las mismas cosas con cualquier periodista, impostor, aprendiz o gilipollas que pidiera media hora a solas conmigo. Y luego me llevaban al Corte Inglés y me sentaban a firmar libros, pero la poca gente que pasaba me miraba con extrañeza y hostilidad, salvo una señora que pensó que la mesa estaba en venta y me preguntó cuánto costaba, sin que yo supiera darle el precio, lo que la ofuscó.

Madrid en setiembre es perfecto porque todavía hace calor, pero ya volvió la gente de vacaciones y no te sofocas como en agosto, que puede ser cruel. Y llegar un domingo a las nueve de la mañana es muy conveniente porque no hay tráfico y llegas rápido adonde quieras, no te enredas en los atascos de las entradas a la ciudad (aunque sí te pierdes inevitablemente en el aeropuerto, que, ya modernizado, se ha convertido en un laberinto borgiano con aires de Epcot, y por eso, extraviado, termino pasando por rayos X en un vuelo a Estambul). Lo malo es que, al encontrar por fin la salida de Barajas, el chofer no contesta mis preguntas, que son simples (¿qué le parece el gobierno?, ¿por quién votó usted?, ¿hizo bien Aragonés en dejar fuera de la Eurocopa a Raúl?), pues el viejo habla mucho, esquiva las cosas y al final babea una cháchara en la que no toma partido por nada, salvo cuando dice que él no votó por nadie y yo le pregunto si acá en España es obligatorio votar y él responde, riéndose: No, eso sólo pasa en las dictaduras africanas. Prefiero no decirle que en mi país también.

Al llegar al departamento, que me han prestado unos amigos muy queridos, los Montaner, en Menéndez Pelayo, frente al Retiro, consigo entrar sin contratiempos, desactivar la alarma y me asalta una felicidad inesperada y me siento como en casa, disfrutando de la decoración sobria y refinada, de los libros (ninguno mío, por suerte) y los cuadros y retratos familiares, en los que Gina sale siempre tan guapa. Recuerdo cuando Carlos me prestó este departamento hace quince años, pues mi visa me obligaba a salir de Estados Unidos, donde vivía con Sofía, y no quería volver al Perú de Fujimori y sus adulones, que por eso no compraban los libros de Vargas Llosa.

Extraño a mis hijas, a Martín, a Sofía, pero necesitaba venir solo y pasar dos semanas libre, en silencio, mirando las caras, observando, escuchando, tomando cada pequeña decisión sin negociar con nadie, caminando esta tarde de domingo soleado por el Retiro, entrando como siempre por la puerta de Mariano de Cavia, en la calle del poeta Esteban Villegas (que suena bien porque son los poetas y las putas, y no los militares y los curas, los que deberían llevar los nombres de las calles, dado que son quienes mejor las conocen), y luego bordeando los senderos de los gatos que subestiman con razón mi mirada nublada por los sedantes y después caminando (si a ese paso cansino, zigzagueante, como de borracho, se le puede llamar caminar) por el paseo de Cuba, la plaza del Ángel Caído, por el estanque, con sus bailarines brasileros, cantantes argentinos, videntes, masajistas filipinos y lectoras canosas del Tarot que por diez euros te dicen (así la escucho decir a Lola: veo que sucederán unos ingresos muy satisfactorios, lo que puede tener una lectura económica, sexual o incluso policial, siendo en este último caso la satisfacción la de los malhechores) y cuando me canso de arrastrar los pies con doble media (porque no he dormido nada en el avión: me tocó al lado un colombiano encantador que me decía que saque toda mi plata del Citi y la reparta entre el Santander, el Lloyds, el Deutsche y el Bank of America, porque el Citi es el próximo en caer y no se sabe si el gobierno lo rescatará), me desvío por el Paseo de Argentina, que es el más lindo de todos, y luego paso por el Rosedal y recuerdo que allí leía las cartas que me enviaba mi padre, sugiriéndome volver a Lima y que yo inexplicablemente respondía en inglés (tal vez para impresionarlo, para que me quisiera un poco) y luego bajo por el Paseo de México y tres jóvenes peruanas, muy simpáticas, me reconocen y me piden amablemente unas fotos. Y mientras intento persuadirle a la cámara de que esa sonrisa fatigada no es una impostura, una de ellas, amorosa, me dice: Eres un orgullo del Perú, Jaime. Y yo me voy pensando: Jodido ha de estar el Perú para que yo sea un orgullo. O jodido he de estar yo.

Salgo por la puerta de Alcalá, ya muy cansado, y subo a un taxi porque no quiero caminar de regreso, lo que quería era comprar una bicicleta en el Corte Inglés de Goya pero estaba cerrado y la tienda en la calle Evita en la que antes las alquilaban también por ser domingo, así que vuelvo en taxi y (Martín odia esto de mí) le pregunto al conductor: ¿Hizo bien Aragonés en dejar fuera a Raúl de la Eurocopa?. Con esa simpática tosquedad española, responde: Hombre, me da igual, lo que importa es que ganamos.

En la plaza Mariano de Cavia me da hambre. Entro a una bodega, Chapela o Chápela, no sé bien, porque el nombre está en mayúsculas y la señorita oriental que atiende no es para nada fluida en español, le pregunto cuánto cuestan las uvas y me dice mira, mira, le pregunto cuánto los plátanos y dice mira, mira, le pregunto si tiene jugo de naranja natural y dice mira, mira, le pregunto si vende tarjetas telefónicas para llamar a Lima y Buenos Aires y previsiblemente me dice mira, mira, que es, al parecer, la única palabra que habla en español. Y al final tiene razón: es cosa de mirar y mirar y encontrar lo que quieres y luego ella te cobra, enseñándote la calculadora, porque quizá todavía no sabe decir veinticuatro euros cincuenta. Volveré mañana a Chápela o Chapela (prefiero Chápela, porque la chinita está rica) y le haré muchas preguntas hasta que me diga otra palabra en español que no sea mira. Luego paso por la cafetería Parisién, un clásico del barrio, y me tomo tres jugos de naranja recién exprimida a cinco euros cada vaso y ordeno una porción de jamón de pata negra, porque, al preguntarle cuál es el mejor jamón, Pablo, el camarero, me ha dicho, muy directo: El serrano cuesta ocho el kilo, la pata negra treinta y dos,

¿cuál crees que es mejor?. Es cosa de mirar y mirar, como aconseja la china Chápela, y de preguntar, que así se aprende, aunque no con los taxistas, que a veces son tan brutos que dan miedo.

De vuelta al barrio, camino por la calle Roncesvalles, donde me parece que también vivió Gina, una mujer leal, admirable, gran escritora, de la que me enamoré tan pronto la conocí en este mismo piso hace ya tantos años, una noche fría de febrero, y de la que siempre estaré enamorado, porque es mi amiga y mi hermana y porque quiere vivir sola y sin mayor interés en el sexo, exactamente como yo, y suicidarse discreta y prudentemente a una edad apropiada, antes de las humillaciones inevitables a las que nos condenará la lenta corrupción de nuestros cuerpos, que alguna vez se desearon, algo que todavía me conmueve porque fue una extensión de la hermandad y la complicidad que siento por ella y que me hace pensar que algún día este departamento tan bello y acogedor será de todos los Montaner, de Carlos y de Linda, pero también de Gina y de mí, y de Paola y Gabriela y de Camila y Paola y de Sofía y el bebé y Martín y viviremos todos juntos, felices, hacinados, durmiendo tres en una cama, como una familia superpoblada de La Habana, en la que el amor no es algo que impone la sangre sino que nace del corazón, que es como quiero yo a los Montaner, mi familia cubana.

Jaime Bayly
22 de Setiembre de 2008

El ciclista volador

Me he hecho adicto a montar en bicicleta. Me lo aconsejó la doctora Lourdes en Miami para curar mis males respiratorios. Monto una hora todas las tardes en Key Biscayne, aunque llueva.

También me he hecho adicto al Stilnox, al Klonopin, al Xanax y al Lunesta para dormir. La doctora sólo me aconsejó el Lunesta por dos semanas. Las demás me las vende un médico informal en Hialeah. Duermo como un niño. Cuando despierto rara vez sé dónde estoy. Quizá es una buena manera de comenzar el día.

También me he hecho adicto al Prozac pero no porque estuviera deprimido sino porque quiero evitar estarlo o quiero estar consistentemente feliz. Llegué a tomar ocho al día y me sentía eufórico, me hacía pensar que podía ser presidente del Perú o acostarme con una mujer.

También soy adicto al Cialis para que se me ponga dura porque tomar tantos Prozac me ha vuelto impotente. Los efectos del Cialis duran tres días y a veces se me pone dura, pero el sexo ya me aburrió y no quiero metérsela a nadie ni que me la metan. Lo curioso es que tomo Cialis para terminar haciéndome una paja.

Todas estas adicciones casi me costaron la vida el otro día en Madrid y lamento que no me la costaran porque hubiera sido una muerte bella y oportuna.

El domingo apenas llegué fui al Corte Inglés de Goya pero estaba cerrado. Volví la tarde siguiente y compré una bicicleta, la más barata, doscientos euros (las buenas costaban ochocientos), con canasta, timbre, estilo antiguo, como las de las películas de antes.

-Son de mujer -me dijo el vendedor.

-Pues mejor -le dije.

Se llamaba David, era bajo, pelo negro, peinado con fijador, musculoso. Me enamoré de él.

Salí en bicicleta por la calle Goya y creo que fui feliz. La combinación de sedantes, Prozac, Cialis, este amor repentino e imposible por David y montar bicicleta en Madrid me hacía tan rotunda e inesperadamente feliz. Al menos la gente por la calle no parecía tan feliz como yo.

Mi plan era montar por el Retiro pero resultó un fiasco porque hay pendientes empinadas, escaleras cada tanto, peatones y patinadores, pistas de tierra cuesta arriba y policías hostiles. No resultó. No es un parque para ciclistas.

Lo mejor de montar por el Retiro, además de mirar al ángel caído, fue el encuentro con un negro de Mauritania que me ofreció drogas. Era yo quien podía ofrecérselas a él, pero las llevaba puestas, corriendo por mis venas. Me acerqué y le hablé porque era guapo y tenía una linda sonrisa. Nunca he tenido sexo con un negro y ahora que creo que voy a votar por un negro, el virtuoso señor Obama, no veo por qué debería inhibirme de tener sexo con otro, sabiendo, como sé, que me queda poca vida.

Como era de esperar, se acercó un coche de la policía y nos interrogó y no me creyeron cuando les dije que era escritor. Por suerte nos dejaron ir. El negro era precioso como lo son a veces los negros. Obama por ejemplo es virtuoso pero no precioso.

Decidí entonces montar por las calles de Madrid. Tomaba Prozac, subía a la bici con canastita y tocaba el timbre esquivando a los peatones, pero las señoras me reñían, me decían que debía ir por la pista, con los autos, y era como ir toreando y cuando estuve a punto de atropellar a una mujer con su coche de bebé (porque las veredas son angostas y yo, mal torero), decidí bajar a la pista.

David me había querido vender un casco, pero yo le dije: Los cascos son para mariquitas. David, qué guapo era, se rió y me dijo: Hombre, pero esa bici también.

Era un miércoles por la tarde y hacía treinta grados y venía del correo de la calle Ibiza de despachar mi novela El canalla sentimental a mis hermanos Javier y Andrés, que están en Vancouver y Boston, y me sentía liviano, astuto, listo, rápido, esquivando autos y peatones, burlando semáforos en rojo, toreando a Madrid en bicicleta. Pasé por una librería y compré seis libros de mi novela para mandarlos a los amigos y enemigos y los puse en la canastita y tomé Menéndez Pelayo, que en ese tramo es de bajada, y empecé a ir deprisa, a toda prisa, volando, tanto que tuve que quitarme el sombrero.

Era un momento bello, inolvidable, toreando en bicicleta a Madrid como si fuese mensajero o repartidor de mi novela. Me sentí inmortal o sentí que ese momento tal vez lo era, que la felicidad debía ser algo parecido a eso.

Luego el bus frenó en seco, yo frené ya tarde, un auto frenó detrás y golpeó la llanta trasera y salí eyectado, disparado, volando, literalmente volando. Sentí que volaba en Madrid y que ese vuelo era eterno, hermoso, inolvidable y que ya no importaba la caída porque por unos segundos había conseguido ser lo que siempre soñé: una mariposa en Madrid, rodeado de mis libros.

Cuando caí ya nada era tan hermoso y la mariposa era un gusano. El bus partió, echando humo en mi cara en el pavimento a medio metro. El auto que me golpeó por detrás también se alejó, son los tiempos que corren. En el asfalto de la Menéndez Pelayo yacía un peruano que no podía levantarse, además de seis libros escritos por él, desparramados a su alrededor (como si fuera una campaña de promoción) y mi sombrero, anteojos oscuros, billetera, llaves y pasaporte, que yo siempre salgo de casa con el pasaporte, no vayan a deportarme.

No podía levantarme. Se acercaron unas señoras muy amables. Me socorrieron, me pusieron de pie entre todas. Una de ellas me dijo: ¿Quiere venir a casa? Otra me dijo: Está usted verde, se va a desmayar. Otra me devolvió la billetera, las llaves y el sombrero. Una más joven recogió los libros y me dijo: Sales guay en la foto. Alguien se robó mi pasaporte o nadie lo recogió y terminó pisado por los coches.

Por la euforia del Prozac o mi arrogancia natural, dije que estaba bien, que no llamaran ambulancia alguna, que estaba cerca de casa. Caminé esas tres calles empujando la bicicleta, dejando manchas de sangre, sintiendo que estaba a punto de desmayarme.

Llegué al apartamento, dejé la bici, me lavé la cara y las manos ensangrentadas y llamé a un médico amigo, Tony, cubano, que me dijo que estaba en consultas y fuese al Marañón. Mandé un par de mails, tomé un taxi, entré a urgencias del Marañón, la cara y la ropa manchadas de sangre con alta densidad de barbitúricos y dije que necesitaba un médico, pero que, como carecía de seguro médico en España, podía dejar mi tarjeta de crédito o un depósito en efectivo.

-No hace falta -dijo la mujer-. Aquí atendemos a los que tienen dinero y a los que no.

Qué diferencia con Miami, pensé.

El médico que me atendió era venezolano y se llamaba Víctor López Soto y sus asistentes, un dominicano, Carlos Domínguez y un español, Javier Narbona. Fueron encantadores y me trataron con gran humanidad y compasión. Me dijeron que tenía tres huesos fracturados en el brazo derecho, me inmovilizaron el brazo, me dieron analgésicos (más pastillas de las que ahora soy adicto, especialmente Nolotil) y me cosieron puntos en la cara. Luego me sugirieron una placa en la cabeza para descartar daños cerebrales. Siempre he estado mal de la cabeza, les dije, y nos despedimos con cariño.

Tomé un taxi y fui a la comisaría del Retiro. El oficial que me atendió y redactó la denuncia o atestado número 72464 era guapísimo. Me enamoré enseguida. Denuncié el accidente y el extravío de mi pasaporte. Le dije que era peruano. Sonrió y dijo: Acá vienen muchos peruanos. Pregunté: ¿Más que ecuatorianos? Dijo: Más. Los peores son los peruanos. Pero usted no parece peruano. Y lo quise perdidamente, como perdido se hallaba mi pasaporte, y me fui caminando, turbado por el amor, dejando olvidado mi sombrero de Barneys, que espero ahora use él, recordándome.

Jaime Bayly
6 de Octubre de 2008

Las muertes deseadas

Muchas son las muertes que yo deseo, no sólo las de Fidel y Raúl Castro, por secuestrar la libertad de los cubanos más de medio siglo y humillarlos y esclavizarlos. A Fidel me gustaría verlo morir trotando zombi y babeando en su buzo Adidas o sentado en el inodoro, pujando en vano porque los intestinos se le han amotinado y son su sierra maestra, su contrarrevolución intestinal. A Raúl me gustaría verlo morir borracho, vomitando en un parque en la penumbra y confesando que todo fue un fraude para usurpar el poder y beber buen vodka y andar en Mercedes.

Al canalla de Ortega me gustaría verlo morir de viejo, calvo, sin dientes, condenado a cadena perpetua en una mazmorra de Managua, al lado del otro canalla de Alemán, tremendo pillarajo y asaltante de caminos. Y a la desalmada de su mujer, que dice ser poeta, me gustaría verla arder lentamente en la hoguera por encubrir y consentir los abusos sexuales que Ortega cometió con su hija adolescente.

A Evo no me gustaría verlo morir, pues hay algo en él me que me inspira cierta ternura. Pero me gustaría que se retire de la política y se dedique a jugar al fútbol, que es lo que de verdad le pierde y aquello para lo que tiene algún talento, sobre todo si lo juega a cuatro mil metros de altura y masticando hoja de coca.

A Correa no me gustaría verlo morir, o no todavía, pues es joven e idealista y un charlatán incontinente y levemente histérico. Lo que quisiera es que se quedara mudo o, mejor aún, sordomudo, para que deje de decir, en ese insoportable tono plañidero que es el suyo, tantas zarandajas y paparruchadas.

A Piedad Córdoba me gustaría que la secuestrasen y la tuviesen atada a un árbol seis años como mínimo, y que la obligasen a comer arroz con frijoles en el mismo plato donde antes ha defecado, para que sepa lo que padeció Ingrid Betancourt cuando era rehén de esos angelitos uniformados que ella defiende con un ardor casi vaginal.

Uribe me gustaría que fuese inmortal, por noble, gallardo y valiente. La señora Bachelet quizá no inmortal, pero sí que viviera cien años y pasara un fin de semana ardiente y multiorgásmico con Arjona, que es lo que se merece por ser una mujer buena, humilde, sencilla y de sonrisa fácil.

A Cristina Kirchner y a su esposo no me gustaría verlos muertos, lo que me gustaría es que sufran un poco, no demasiado, sólo lo justo, antes de irse del gran teatro o sainete que es todo esto. A Cristina, tan chavista cuando necesita dinero, y tan capitalista cuando necesita bolsos y zapatos, me gustaría que la obligasen a vestirse toda de colorado, como buena chavista, con guayabera y pantalones, sin maquillaje alguno, sin peinadores ni estilistas, sin esos ojos repintados de vampiresa ajada, toda de colorado y al natural, salidita de la ducha, así me gustaría verla en público todo lo que queda de su mandato, que es mucho. Y a su esposo me gustaría verlo más bizco, mucho más bizco y extraviado, mirando para un lado con un ojo y para el lado opuesto con el otro, de modo que nunca nadie sepa, ni él mismo, ni su mujer, a quién coño está mirando. Y también me gustaría que tenga una repentina sequía de saliva para que sesee más todavía y cuando hable no se le entienda ya nada, sólo que está seseando y mirando a todos lados y ninguno.

A Alan García no me gustaría verlo muerto porque creo que ha aprendido de los errores derivados de su ego imperial, pero sí me gustaría que, por ley, lo sometieran a dieta, a dejar de tragar de ese modo obsceno en un país de famélicos, que lo obligaran a correr diez kilómetros seguido por las cámaras de televisión y hacer flexiones, ranas, planchas y abdominales y luego darse volantines en las arenas de las playas de Miraflores, todo en muy escueto traje de baño, exhibiendo el escándalo que esconde en el vientre preñado de los saraos y banquetes que se permite a expensas de los contribuyentes que le pagan el salario, hasta que baje como mínimo cincuenta kilos, por respeto al pueblo que no tiene qué comer y ve cómo este señor se dedica a engullir sin inhibiciones todo lo que le sirven frío o recalentado.

A Chávez me encantaría verlo morir, pero no tiroteado por un francotirador ni envenenado por un conspirador ni en una reyerta por el poder entre generales y coroneles que codician el dinero del que ahora dispone este felón lenguaraz de Barinas. Me gustaría verlo morir de este modo: que esté hablando en televisión en su infinito programa dominical y de pronto haga una pausa entre cada bravuconada, matonería y diatriba que profiere y se trague un buen pedazo de arepa o cachapa y trate de seguir hablando pero no pueda, y entonces se atragante, se le quede la cachapa entera con el maíz y el queso en el buche de pavo real y se quede mudo por glotón y empiece a toser, a tener convulsiones y arcadas, y antes de morir lance un vómito espeso de color petróleo sobre las cámaras y se cague entero los pantalones y su rostro bolivariano termine hundido sobre el charco viscoso de su erupción intestinal, por fin tieso, por fin en silencio, por fin listo para reunirse con el espectro de Bolívar.

Al Rey de España me gustaría verlo morir follándose a una puta dominicana en los parques de Madrid o navegando en Mallorca y arrojándose al mar y siendo devorado por unos tiburones como el tiburón de Chávez, por quien el Rey se dejó devorar a cambio de una amable rebaja en el precio del petróleo. No es por animadversión u hostilidad que le deseo muerte súbita a Su Majestad: es por devoción a los príncipes Felipe y Letizia, a los que deseo vida eterna, especialmente a Felipe, por guapo y buen tío y escoger a una mujer encantadora.

A Zapatero no me gustaría verlo morir, porque me cae bien sólo porque legalizó las bodas gays y tuvo el coraje de enfrentarse a los obispos y el clero vaticano y las marujas santurronas, pero sí me encantaría que, de pronto, atacado por un raro trastorno hormonal, se descubra gay, pero muy gay, gay de Chueca, militante y sin ambages, y se separe de Sonsoles, tan encantadora ella, tan herida de melancolía, y se case con Boris Izaguirre, que tendría que divorciarse de Rubén, y convertirse en la primera dama española venezolana de la historia. Y que Zapatero y Boris, recién casados por un juez arisco del PP, se besen con la pasión con que nos besamos alguna noche Boris y yo ante las cámaras de la televisión catalana, es decir con lengua y a por todas, como han de besarse los hombres muy machos.

A Bush me gustaría verlo morir cazando con Cheney, los dos con escopetas persiguiendo patos y de pronto a Cheney le da un infarto y aprieta el gatillo y mata por la espalda al tontuelo de W, que siendo el más tonto de todos los hermanos terminó siendo presidente, cosa curiosa.

Al Papa, ese viejo nazi y marica, me gustaría verlo morir sodomizado por diez mauritanos aventajados y sin vaselina, y que antes de expirar alcance a decir que todo lo que defendió era mentira y que ser gay no es malo sino estupendo y saludable y que ser ensartado por un africano de tres piernas es un placer inenarrable que la Iglesia no ha de seguir condenando y Dios Nuestro Señor habrá de perdonarle.

A Clinton me gustaría verlo morir follando con ayuda del Cialis y el Viagra a su bienamada Hillary, un esfuerzo hercúleo que naturalmente acabaría por costarle la vida porque él cerraría los ojos y pensaría en Monica L.

Y a Hillary me gustaría verla no morir sino ganando las elecciones en unos años y nombrando primera dama a Michelle Obama, basta de hipocresías, que Hillary es un varón, más recia que Obama o Bill o Mc Cain y probablemente dotada de pene no menor.

Pero es evidente que no me será dado el privilegio de asistir a tantas muertes deseadas e improbables, porque de momento me hallo empeñado, con tesón y buen gusto irreprochables, en provocar la mía propia a base de innumerables pastillas, que es como mueren los caballeros, sedados y en su cama y convencidos de que ya estuvo bueno y lo peor está por venir.

Jaime Bayly
13 de Octubre de 2008

viernes, 17 de octubre de 2008

jueves, 16 de octubre de 2008

Jaime Bayly Letts

Jaime Bayly Letts (Lima, 19 de febrero de 1965) es un escritor, periodista y presentador de televisión peruano.
Vida
Nació el 19 de febrero de 1965. Bayly es el tercero de una familia de diez hermanos. Los colegios donde estudió fueron el Markham y el San Agustín, después siguió estudiando derecho en la Pontificia Universidad Católica del Perú pero, mientras todavía estudiaba los cursos de Estudios Generales Letras, fue expulsado y decidió apuntar a su carrera como periodista.
Aún joven y debido a profundas discrepancias con su padre, se marchó a la casa de sus abuelos y entró al diario La Prensa por influencia de su madre, con tan solo quince años de edad, estableciendo vínculos con jóvenes promesas peruanas, en un momento en que el Perú pasaba de la dictadura a la democracia. Estableció un vínculo especial con el periodista peruano Federico Salazar, con quien hasta ahora mantiene una estrecha amistad y al que siempre demuestra una profunda admiración.
A los 18 años empezó a entrevistar a personajes políticos en el programa Pulso del Canal 5, para luego pasar a entrevistar a personalidades célebres, por sugerencia de Genaro Delgado Parker.
En 1990, ya con Alan García fuera del poder, regresó al Perú para apoyar decididamente al candidato liberal Mario Vargas Llosa, el cual perdería en las elecciones presidenciales con el FREDEMO.
Esta cercanía al notable escritor peruano le permitió estrechar vínculos con la familia Vargas Llosa e iniciar una intensa amistad con su hijo Álvaro.

miércoles, 15 de octubre de 2008

El loco cubano

César cumple cincuenta y ocho años y estamos celebrándolo en el lounge del Ritz del Grove, donde nos han servido la comida porque el restaurante ya está cerrado. Es pasada la medianoche y venimos del programa que hacemos todas las noches, César dirigiendo los controles, yo hablando como un charlatán.

César es mi amigo hace quince años, desde que llegué a hacer televisión en Miami. Nació en La Habana, sus padres eran muy ricos, pero cuando Fidel capturó el poder, huyeron a Miami y lo perdieron todo. César es un millonario sin dinero, un aristócrata al que sólo le quedan los modales bohemios y extravagantes, el cubano más divertido, genial y enloquecido que conozco (y no son pocos los cubanos que he conocido todos estos años en Miami).

Más que mi amigo, César es mi hermano y no sabría explicar bien por qué. Tal vez lo que nos une es la certeza de que él está loco y yo también y que ninguno de los dos tiene cura posible y que a pesar de ello o debido a ello la pasamos estupendamente bien haciendo lo que nos da la gana en una ciudad en la que muchos caen esclavizados por las cuentas y el dinero.

César no tiene dinero, salvo su sueldo de la televisión, pero vive como si tuviera una fortuna. Vive solo, tiene muchas mujeres a las que visita y se coge pero con las que no se compromete, maneja un Mercedes antiguo descapotable y viste ropa vieja, gastada, que no ha perdido una cierta elegancia, como si fuera un millonario venido a menos, que es en realidad lo que es, su historia, la historia de su familia.

A César no le importa el dinero, lo que le gusta es sentirse libre y despertar a la una de la tarde y escuchar música triste y melancólica y andar persiguiendo mujeres solteras o casadas, jóvenes o no tanto, porque su vicio son las mujeres y no pasa un día sin que se monte a alguna, generalmente en condiciones furtivas que ponen en riesgo su vida, lo que, desde luego, multiplica el placer de esos encuentros. César no trabaja y desde que lo conozco creo que nunca ha trabajado porque lo que hacemos en televisión no es trabajar sino divertirnos, hacer un programa risueño, libertino, caótico y encabronado como la vida misma.

Pero esta noche que cumple años César está triste, y no porque esté haciéndose viejo, que cualquiera diría que tiene mi edad o poco más, ni porque una mujer le ha dicho que tiene que operarse la papada para disimular las arrugas, ni porque su auto de colección ha colapsado. Está triste porque esa tarde ha peleado con Sophie, su hija.

César ha amado a muchas mujeres, siete para ser exactos, siete mujeres con las que vivió y a las que celó y poseyó con la fiebre obsesiva de los peores amores que son también los mejores, siete mujeres de las que se casó con tres y cuyos divorcios despiadados lo dejaron sin lo poco que tenía. Ahora ama a una mujer joven pero no vive con ella y por eso la ama más, porque ella, que es dueña de peluquerías, cubana por supuesto, amante del sexo en todas sus variaciones, también prefiere que, después de las refriegas del amor, cada uno se vaya para su casa. Pero la mujer que César más ha amado y sigue amando es Sophie, su hija de veintitrés años, con quien pensaba almorzar ese día, el día de su cumpleaños.

Amándola como la ama, César peleó con Sophie a los gritos y canceló el almuerzo y ahora, después de varios tragos, me lo cuenta, abatido. Fue un mal día, dice. Me volví loco. Perdí el control. Pero tú sabes como soy, que digo lo que pienso y no sé mentir.

César en general se lleva bien con Sophie, aunque no se ven con frecuencia y le molestó que su hija se casara no hace mucho en el Ritz, porque la boda le costó una fortuna y él está ahorrando para comprarse una casita en Costa Rica frente al mar y largarse de Miami y toda la locura cubana y pasar sus últimos años tumbado bajo un cocotero bebiendo buen trago y cogiéndose ticas o forasteras que van a esas playas en busca de los misterios de la naturaleza, unos misterios en los que César es un experto porque dice, pidiendo un trago más, que, con sus años, la pinga se me pone dura como esta mesa y no me corro nunca antes de una hora.

César había quedado en buscar a Sophie a mediodía para ir a comer hamburguesas en el Conrad. Fue puntual. A las doce estaba abajo del edificio, esperándola. Pero ella se había ido a la peluquería, le pidió por teléfono que la esperase. Tardó una hora. Esa hora esperándola en el auto alquilado (porque su Mercedes se había estropeado) lo volvió loco, sacó la bestia indomable que lleva dentro. Además tuvo la mala suerte de que un guardia de seguridad se acercase y le dijera que allí no podía estacionarse. Y César le respondió gritando que la calle era de todos y que se fuera al carajo. Y el guardia lo insultó y pateó el auto. Y César bajó y se trenzó en una riña a golpes y patadas con el guardia. Y como, aun siendo pendenciero y buen peleador, tiene ya sus años y la cara algo arrugada y las canas pintadas (lo que yo le digo que es una mariconada, pero él me dice espera a que te salgan canas, cabrón, y ya vas a ver cómo te las pintas tú también) salió perdiendo en ese combate desigual con el vigilante, que lo dejó golpeado y humillado y lo obligó a mover el auto. César llamó entonces a Sophie y le preguntó a gritos dónde estaba y ella le dijo que saliendo de la peluquería, que la esperase un ratito más, pero él la mandó sin rodeos al carajo y le dijo que por su culpa se había peleado con un malandrín balsero ilegal hijo de mala madre y que cancelaba el almuerzo y que todo se había jodido por culpa de ella, de su maldita impuntualidad, de su maldita adicción a la peluquería.

Apenas cortó, se arrepintió. Pero no volvió a llamarla. Se fue a su casa, apagó el teléfono, se echó a dormir la siesta y decidió que no había nada que celebrar: cumplir cincuenta y ocho años en Miami con poco dinero y el auto en el taller y su hija llorando y los sueños de irse a Costa Rica cada vez más borrosos y lejanos era en realidad un día triste, un día de mierda.

Pero ahora estamos en el Ritz comiendo rico y tomando buenos tragos y César me dice que es feliz porque soy su hermano y estoy más loco que él y lo entiendo mejor que nadie. Yo le digo que llame a Sophie, que le pida perdón, que venga a tomarse unos tragos con nosotros, pero él me dice que ni a cojones, que no piensa llamarla, que está harto de las mujeres, de todas las mujeres, que las mujeres le han arruinado la vida y que ahora quiere vivir solo y cogerse a mujeres cuyos nombres no conoce y a las que no volverá a ver.

Yo le digo que es un genio y que está loco y que es mi hermano, y le prometo que estos serán los diez mejores años de nuestras vidas, que ganaremos mucho dinero y follaremos como unas bestias desalmadas y en diez años estaremos en una playa de Costa Rica celebrando su cumpleaños, recordando con nostalgia esta noche, meciéndonos en unas hamacas frente al mar y sabiendo que nunca más tendremos que salir en televisión para ganarnos la vida. Y César se ríe y me dice que por eso me quiere tanto, porque sé mentir con tanta convicción que me miento a mí mismo, y que en diez años los dos estaremos muertos y los borrachos mearán sobre nuestras tumbas y nadie se acordará de nosotros, ni siquiera nuestras hijas.

Jaime Bayly