Jaime Bayly Presidente: La entrevista

sábado, 18 de octubre de 2008

La entrevista

La primera vez que le pedí a mi madre que me diera una entrevista en mi programa de televisión me dijo que no era el momento porque mi padre, su esposo de toda la vida, el padre de sus diez hijos –yo, el tercero de ellos–, había muerto hacía poco y ella todavía estaba muy triste.

La segunda vez que se lo pedí me dijo que le diera unos días para pensárselo bien. Pasados esos días, me dijo que tenía ganas de venir al programa, pero que algunos de mis hermanos, enterados de la invitación, se habían escandalizado y se lo habían prohibido. Del modo más conciliador, me explicó que no quería problemas en la familia y que por eso prefería no darme la entrevista.

La última vez que se lo pedí, hace menos de un mes, no lo dudó:

-Ahora sí estoy segura de que quiero ir.

Le pregunté si mis hermanos, aquellos que se habían opuesto, no le harían problemas.

-No les voy a decir nada –respondió en tono risueño–. No les tengo que pedir permiso.

La felicité y le dije que a su edad, sesenta y ocho años, debía hacer lo que a ella le pareciese bien, sin dejarse intimidar por nadie.

Al día siguiente volví a llamarla y le pregunté si había cambiado de opinión.

-Yo no cambio de opinión –me dijo–. El domingo estaré en tu programa.

Para que estuviera tranquila, le dije que no saldríamos en directo sino que grabaríamos, así no tenía que acostarse tarde esa noche, pues ella suele dormirse antes de las diez, la hora en que comienza el programa, y que podría ver una copia de la grabación en su casa y decirme si algo no le gustaba para suprimirlo antes de que saliera al aire. Se quedó contenta con la idea de grabar por la tarde y tener derecho a veto por si decía algo de lo que luego se arrepentía (un privilegio que, por cierto, no le había dado nunca a ningún invitado, pero era mi madre y era el día de la madre).

Todo estaba bien un día antes de la grabación. Era sábado, acababa de llegar a Lima y pasé por casa de mi madre a saludarla, comer empanadas y asegurarme de que todo estuviera bien para la grabación al día siguiente.

No sabía de qué hablaríamos, qué le preguntaría, sólo sabía que debía escucharla con cariño, sin cuestionarle nada, sin discrepar o tratar de rebatir sus argumentos, sin plantear temas conflictivos ni ponerla en aprietos. Tenía claro que, ante todo, debía evitar dos territorios minados: el de mi sexualidad y el de la religión. Siendo ella del Opus Dei, y teniendo la certeza de que el amor entre personas del mismo sexo ofende su sentido de la moral, no debía preguntarle lo que me hubiera encantado:

-¿De verdad crees, mamá, que soy heterosexual? ¿Por qué crees que el amor homosexual es malo? ¿Sabes que hace años estoy enamorado de un hombre? ¿No te gustaría conocerlo?

Pero si nunca le había preguntado nada de eso en privado, tampoco debía sorprenderla e incomodarla preguntándoselo en televisión.

Mi plan era halagarla, darle mucho amor, preguntarle cosas simples de su vida, cómo era de joven, por qué le gustaba correr olas, por qué le gustaba saltar a caballo, cómo conoció a papá, por qué se enamoró de él, por qué tuvieron diez hijos, qué le hubiera gustado estudiar en la universidad, cómo entró al Opus Dei, si había leído mis libros, qué pensaba de ellos, cosas así, pero evitando en todo momento el menor atisbo de discusión, dándole siempre la razón y expresándole mi amor sin reservas, después de tantos desencuentros que, debido principalmente a mi sexualidad disidente y a mi condición de agnóstico, habíamos tenido y seguíamos teniendo.

Aquel sábado en casa de mamá hablé con mi hermano Arturo y luego por teléfono con mi hermana Carol y mis hermanos Javier y Miguel y ninguno me dijo nada de la entrevista. Supuse que mamá había mantenido el plan en secreto y nadie en la familia sabía nada.

Pero el domingo a mediodía sonó el celular. Era mi hermano José. Me dijo que, junto con mi hermano Oscar, quería reunirse conmigo esa tarde. Le dije que estaba viendo un partido de fútbol argentino y que pensaba almorzar luego con mis hijas. Le pregunté de qué se trataba. Me dijo que mamá no debía venir al programa, que era una falta de respeto a la memoria de nuestro padre, que si él estuviera vivo no lo permitiría, que mamá no era un personaje público y por eso no debía salir en televisión, que al llevarla a mi programa yo estaba dividiendo a la familia y creando problemas. Lo escuché con calma y le dije que respetaba su opinión pero no la compartía y que al final quien debía decidir libremente era mamá y que ella ya había decidido venir. José alegó que mamá no quería venir al programa pero que lo hacía como un sacrificio para sacarme del hoyo negro en que yo vivía. Insistió en reunirnos con Oscar. Dijo que toda la familia se oponía a la entrevista. Le dije que no valía la pena reunirnos porque sería una discusión tensa y desagradable y que aun si todos mis hermanos se oponían a la entrevista, la decisión final era de mi madre y sólo de ella y de nadie más.

Mamá llegó radiante, serena y guapísima al estudio. Parecía feliz. Era su noche. Se sentía querida. La acompañaban Carol y Miguel, con gran generosidad. Quizá tenían temores o reservas comprensibles pero, ante todo, respetaban su decisión, como correspondía. Le dije a mamá que hablásemos como si estuviésemos en la sala de su casa, con naturalidad. Así será, me dijo.

Poco antes de comenzar me contó que mi hermana Doris, su hija mayor, la había llamado para decirle que no debía venir al programa, que era una tonta, que no tenía sentido del humor, que era muy aburrida, que iba a quedar mal, que yo me iba a burlar de ella y que le prohibía que mencionásemos su nombre en la entrevista. Me sorprendió, pero luego recordé que alguna vez Doris me había escrito un correo prohibiéndome hablar o escribir de ella y, en particular, de los años en que fue monja. Le dije a mamá que nadie podía prohibirle hablar libremente de sus hijos y que no tuviera miedo, que ya era una mujer mayor y tenía que ser libre de ir adonde quisiera y decir lo que pensara, sin dejarse asustar o manipular por nadie.

Nunca quise y admiré tanto a mi madre como esas dos horas en que hablamos en televisión. Estuvo tranquila, valiente, divertida, elegante, amorosa, irradiando la bondad que siempre la iluminó y la hizo tan adorable y especial. Sentí su cariño y creo que ella sintió el mío y por suerte no hablamos de las cosas que nos separan sino de las demás, que nos unen tanto. Sentí que, aunque sea del Opus Dei y nunca pueda presentarle al chico al que amo, era mi madre y la amaba exactamente como era y no necesitaba que fuera distinta o mejor para amarla completamente.

Por eso, cuando esté por llegar el día en que ella y yo nos alejemos para siempre, tal vez recuerde aquellas horas en televisión como uno de los momentos más estupendos y memorables de todos los años en que tuve la inmensa suerte de ser hijo de mi madre.

Jaime Bayly
12 de Mayo de 2008

6 comentarios:

  1. Aquí algunos enlaces sobre el articulo que publique sobre Bayly. Puedes conversarlo libremente con quien quieras, incluyendo a Enrique:

    http://independent.typepad.com/elindependent/2008/11/ciudadano-bayly.html

    http://www.elregionalpiura.com.pe/archivonoticias_2008/noviembre_2008/noviembre_05/opinion_dmedina05112008.htm

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  2. Por supuesto que todos debemos de estar orgullosos de nuestras madres y nunca tratarla mal, como lo hicieron algunos de los hijos de esta señora.

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  3. Es muy importante que las madres tomen sus propias decisiones, considero que ya son lo sificientemente grandes para hacer lo que ellas quieran.

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  4. Exlente articulo... gracias jaime

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