Jaime Bayly Presidente: agosto 2009

martes, 18 de agosto de 2009

No debiste leer mis correos

Enterado de que mi salud no daba señales de mejorar, Martín subió a un avión en Buenos Aires y vino a verme a Barcelona.

No me dijo nada, me dio una sorpresa, apareció de pronto en el hotel Claris. Fue un indudable gesto de amor y quizás también una imprudencia, como suelen ser los gestos de amor.

Una vez que durmió lo que tenía que dormir y lloró lo que tenía que llorar, insistió en internarme en una clínica de desintoxicación. Le dije que si alguien terminaría en una clínica, sería él, no yo, y que si había venido a darme sermones, mejor subía al séptimo piso y se daba un baño en la piscina.
Quien subió a la piscina fui yo. Martín se quedó en mi cuarto. Subí con todas mis pastillas, temeroso de que él las tirase al inodoro. Ya en la piscina, las dejé a la sombra, para que no las dañase el calor. Nunca imaginé que cuidaría a mis pastillas como si fuesen mis hijas.

Despistado como soy, dejé abierto mi correo electrónico. Martín lo encontró abierto y procedió a leer todos los que le parecían sospechosos (que no eran pocos). No podría decir que hizo mal en violar mi intimidad. Yo hubiera hecho lo mismo si él subía a la piscina y dejaba abierto su correo. Es lo normal. Es lo humano. Es lo que alguien hace por amor o por celos, que es casi lo mismo.

Mi madre solía decirme que uno nunca debe hacer en privado lo que no se atrevería a confesar en público. Yo le hice caso y terminé confesándolo todo, incluso lo que no hice en privado pero me inventé para darle un poco de colorido a mi opaca biografía. Lo que mi madre no le dijo a Martín (porque no lo conoce ni quiere conocerlo) es que uno nunca debería leer lo que sabe que le hará daño. Y leer los correos de la persona a la que amas o crees amar es algo que con seguridad te hará daño. Porque todos guardamos secretos, todos tenemos derecho a guardar secretos. Y esos secretos suelen estar encerrados en los correos electrónicos que protegemos malamente con una contraseña que a veces olvidamos o que cualquier intruso más o menos avezado (no digamos Lisbeth Slander) podría leer sin mayor esfuerzo.

Fue así como Martín leyó los correos que me había escrito Lucía desde Lima y los que yo le había respondido desde lugares inciertos.

Lucía me había escrito: No te preocupes. No estoy embarazada. Ya tengo cólicos. Seguro que la regla me viene la próxima semana.

Yo le había escrito: Ojalá no te venga. Ojalá los cólicos sean las pataditas de mini-James.
Lucía me había escrito: No seas tonto. Lo último que quiero es quedar embarazada. Tendría que escapar de esta ciudad.

Yo le había escrito: Lo último que quiero antes de irme es tener un hijo contigo. Estás chiflada. Sería un honor tener un hijo contigo.
Lucía me había escrito: Estoy asustada. No me viene la regla.
Yo le había escrito: No tengas miedo. Todo va a estar bien. Pasará lo que tenga que pasar. Deja que las cosas fluyan. No vayas contra la corriente. Si estás embarazada, no será un problema, será una aventura fantástica.
Lucía me había escrito: No estoy embarazada. Estoy asustada. Y si estoy embarazada, no pienso tener un hijo. Soy demasiado joven para tener un hijo. Y tú no vivirás mucho tiempo más. No quiero tener un hijo sin padre. Si estoy embarazada, tendrás que llevarme a abortar.

Yo le había escrito: Será lo que tú quieras. Cuenta conmigo en cualquier caso. Pero me romperías el corazón si abortases. No puedes hacerle eso a James. No lo merece. Yo viviré en él. Me tendrás siempre a tu lado. Y beberé tu leche. Y eructaré en tus hombros. Por favor no pienses en abortar. Sería un error.

Lucía me había escrito: Tienes razón. A la mierda con todo. Si estoy embarazada, lo tendremos y se llamará James. Te quiero.
Yo le había escrito: Yo te quiero más. Cuento los días para que no te venga la regla.
Martín leyó todo eso y cuando entré al cuarto en bañador y sandalias me preguntó:
–¿Estás enamorado de Lucía?
Le dije:
–No.
Me preguntó:
–¿Has hecho el amor con ella?
Le dije:
–No.
Me dijo:
–Me voy. Esto se terminó. Eres un mentiroso.
Luego me contó llorando que había leído mis correos. Le dije que había hecho bien, que yo hubiera hecho lo mismo. Me preguntó:
–¿Quieres tener un hijo con ella?
Le dije:
–No.
Me preguntó:
–¿Quieres que le venga la regla?
Le dije:
–Creo que no.
Me dijo:
–No te entiendo.
Le dije:
–Yo tampoco me entiendo. Lucía no estaba en mis planes. Pero me da ilusión tener un hijo con ella.
Me preguntó:
–¿Y si es una hija?
Le dije:
–Igual. Sería genial. Una cachorrita loca. Que ande sin zapatos y con piojos y comiéndose los mocos. Fantástico.
Es cierto que Lucía no estaba en mis planes. Se metió lenta y cuidadosamente en mi vida, y luego yo me metí lenta y no tan cuidadosamente en ella. Ahora ella no tiene planes porque no sabe si está embarazada y yo no dejo de hacer planes pensando dónde debe nacer el bebé y cómo puedo ayudarla.
Martín me preguntó:
–¿Es la primera vez que haces el amor con ella?
Le dije:
–Sí.
Me preguntó:
–¿Antes no se asustaron porque no le venía la regla?
Le dije:
–No.
Me dijo:
–Mientes.
Le dije:
–No tendría por qué mentirte.
Me dijo:
–Cuando estuviste en Buenos Aires por mi cumpleaños, leí tus correos y allí le decías que no querías que le viniera la regla y ella te decía que tenía miedo de estar embarazada.
Le dije:
–Es cierto. Ahora que lo recuerdo, fue así.
Me preguntó:
–¿O sea que no es la primera vez que hacen el amor y no es la primera vez que lo hacen sin cuidarse?
Le dije:
–No. Nunca me cuido. A estas alturas no tendría sentido.
Me preguntó:
–¿O sea que quieres tener un hijo?
Le dije:
–Digamos que sí. Y digamos que si tuviera que elegir a la mamá, sería Lucía.
Me dijo:
–Estás loco. Eres un irresponsable. Eres un mitómano. Esto se acabó. Me voy.
Por supuesto, no se fue. Terminamos haciendo el amor, que es otra manera de irse.
Me preguntó:
–¿La amas?
Le dije:
–No.
Me preguntó:
–¿Me amas?
Le dije:
–Claro.
Que es lo mismo que le hubiera dicho a Lucía, si me preguntaba esas cosas.
Uno nunca es una sola persona. Uno es todas las personas a las que ama. Uno es todas las personas a las que miente para terminar amando. Uno es todos los orgasmos que procuró a las personas que amó.
Martín me pidió dos pastillas para dormir y se fue a su cuarto con aire triste.
Lucía me escribió: No me viene la regla, estoy aterrada, no sé cómo se lo diría a mis papás.
Yo le escribí: Escritora maldita de los cojones. Te amo. La regla nunca viene cuando debe venir. Esa es la excepción a la regla. Según mi propia experiencia, la regla es la siguiente: la regla no te viene cuando quieres que te venga. Esa es la regla.
Lucía me escribió: ¿Dónde lo tendríamos?
Yo le escribí: Donde quieras.
Lucía me escribió: ¿Y si quiero que sea en Lima?
Yo le escribí: En Lima será.
Lucía me escribió: ¿Pero tú estarás?
Yo le escribí: Me encantaría. Pero conmigo nunca se sabe.
Lucía me escribió: Si no estás, te mato.
Yo le escribí: Si no estoy, es que ya no estoy.
Lucía me escribió: Te prohíbo que te mueras antes de que nazca James.
Yo le escribí: Te prohíbo que te mueras.
Cuando Martín despertó, salimos a caminar por el paseo de Gracia y terminamos viendo una película francesa. Como era previsible, alguien se mata por amor. Como era previsible, Martín me reprochó por llevarlo a ver películas tristes. Cuando llegamos al hotel, nos metimos a la piscina, ya de noche.
Martín me dijo:
–Tu problema es que quieres ser todo a la vez. Y no se puede. Por querer ser todo, no vas a ser nada y te vas a morir.
Le dije:
–Yo solo quiero ser Lisbeth Slander.
Me dijo:
–Imposible. Eres demasiado distraído. Lisbeth Slander nunca dejaría que su amante lea sus correos.
Me reí. Le dije:
–Tienes razón. Pero al menos soy bisexual como ella.
Me dijo:
–Eso no tiene ningún mérito.
Le dije:
Te equivocas. Tiene mucho mérito.
Me dijo:
–Te amo, Lisbeth.
Le dije:
–Si no estoy cuando nace James, quiero que seas el padrino.
Me dijo:
–Ni en pedo. Si no estás, yo tampoco estaré.

Viviré y seré mujer

Buenas y malas noticias. Primero las malas. Le vino la regla a Lucía. No tendré un hijo con ella. (Esta puede considerarse una buena noticia para ella o para el bebé que no fue o para la humanidad, pero para mí califica como mala).

Ahora las buenas. (Dicho sea de paso, qué buena está Lucía). El próximo año seré mujer. (Esta puede considerarse una mala noticia para las mujeres o para la humanidad, pero es buena para mí).

No exagero si digo que es una noticia o novedad para mí que el próximo año seré mujer. No lo sabía. Me enteré de ella (o de que yo seré ella) cuando fui al supermercado y compré un tabloide sensacionalista llamado ¡Mira! (ahora ¡a solo 2.29 dólares!).

¿Debemos creerle a esa revista semanal de chismes y escándalos de los famosos de Estados Unidos y pantanos adyacentes? Yo digo que sí. Yo le creo. Si se llamara simplemente Mira, no le creería, o no le creería con el mismo énfasis. Pero se llama ¡Mira!, con signos de exclamación, y esa orden tajante, ese ucase tropical, ese alarido desesperado solo puede traer noticias confiables, de indudable credibilidad.

El titular del semanario me informa dramáticamente de tres cosas que yo ignoraba antes de comprarlo, junto con las uvas y las bananas en el supermercado de Key Biscayne:
“Jaime Bayly
Deja la TV para vivir
COMO MUJER”
Hasta aquí, me entero de tres noticias alentadoras. Primero, que dejaré la televisión y no que la televisión me dejará a mí (siempre es mejor dejarla que ser despedido). Segundo, que, tras dejarla, viviré, no moriré. No estoy bien de salud y no pensaba vivir mucho más, pero la revista dice que voy a vivir. No precisa con exactitud cuánto más voy a vivir, pero en esa ambigüedad yo quiero leer que hay muchos años, que voy a vivir muchos años más. Como mujer, claro está. Porque esta es la tercera y mejor noticia: que, después de ser hombre por cuarenta y cuatro años, y casarme con una mujer, y tener con ella dos hijas mujeres, ahora, por decisión editorial de la revista ¡Mira! (que yo en modo alguno me atrevería a cuestionar u objetar) me convertiré en una mujer. Y viviré. Esto naturalmente me llena de júbilo, de una euforia impensada.

Yo había calculado todo lo contrario, es decir, que me iban a despedir de la televisión, que no iba a vivir mucho más y que moriría siendo hombre.
Ahora las cosas cambian. Ahora tenemos un plan. Ahora podemos ver (o digamos mirar, o incluso ¡mirar!) el futuro con optimismo. Porque dejaré la televisión (dónde o cuándo, no se sabe), viviré (cuánto tiempo, no se sabe, pero lo más probable es que eternamente) y seré mujer (y hemos de suponer que me he preparado toda la vida para acometer dicha empresa y que estoy listo para ser toda una dama).

No sé si debería contarles esto a mis hijas. Tengo la revista conmigo y me parece que lo correcto será decirles que, por decisión del semanario ¡Mira!, quien solía ser su papá será en adelante su mamá, o su otra mamá. Espero que mis hijas sepan entender que uno no decide estas cosas, que uno se entera de estas cosas leyendo las noticias y que a estas alturas no tendría sentido ir contra la realidad, negar la realidad, ir contra la corriente, fingir que uno es quien ya no puede seguir siendo. Como dicen los cubanos de Miami: “Lo que está para ti, está para ti”. Y ya se ve (o se mira) que lo que está para mí es ser mujer.

El semanario agrega con tipografía de escándalo: “El escritor, periodista y conductor confiesa: “A LOS 40, LAS CHICAS SOMOS MÁS LIBRES, MÁS SEGURAS Y MÁS ATRACTIVAS”.

No quiero presumir de lo que no soy. Soy una chica de 44 (o estoy en vías de serlo), no una de 40. Pero no nos perdamos en fruslerías, en asuntos contables. La edad se lleva en el alma, en la mirada. Y si la revista ¡Mira! asegura que soy ya una chica de 40 (y además una chica libre, segura y atractiva), podemos llegar a varias conclusiones tan sorprendentes como halagadoras: la primera, que, si bien todavía no soy formalmente una mujer (porque el titular anuncia que lo seré cuando deje la televisión, cosa que aún no ha ocurrido), yo me siento ya una mujer; segundo, que no solo me siento una mujer antes de serlo, sino que me siento una chica; y tercero, que me siento una chica libre, segura y atractiva (aun sin ser todavía formalmente una mujer, pero se entiende que en mi espíritu ya lo soy o que me hallo en plenas aptitudes físicas y mentales de dar el salto genital).
Nadie te enseña en el colegio o en la universidad que un sábado por la tarde vas a ir al supermercado arrastrándote como un pusilánime bajo el calor agobiante de una isla tropical y de pronto te vas a enterar, leyendo una revista exhibida al lado de la caja registradora, a punto de pagar por las uvas y las bananas, que, te guste o no te guste, vas a ser una mujer.

Nadie te prepara para un momento así. Como leí no hace mucho en el libro de un amigo, “nadie puede prepararte para el final del día”. Convengamos que yo había hecho algunos ejercicios, ensayos o entrenamientos. No es un secreto que me había concedido la dicha de entregarme a juegos amatorios no solo con mujeres sino también con varones. Digamos entonces que, si bien no sabía que estaba trazada en mi destino la curva rocambolesca de cambiar de sexo, la noticia no me pilló del todo desprevenido. Quiero decir, no es que de pronto una revista de Miami me anuncia que voy a ser militar o sacerdote. Eso sí que me hubiera hundido en una severa depresión. Pero anunciarme que voy a ser mujer (y que viviré muchos años como mujer, o que gracias a mi cambio de sexo salvaré la vida, que es otra manera de interpretar la noticia: que si me obstino en seguir llevando un colgajo en la entrepierna, habré de morir: es decir, que solo sobreviviré si acepto mi destino vaginal) es algo que me provoca un cierto rubor y una sofocada alegría.

Que quede claro: la noticia de que seré mujer me ha hecho inmensamente feliz. Pero no quisiera mentir: no estaba en mis planes, o no en los inmediatos.

Yo había pensando postularme a la presidencia del Perú, lo que ya era un ejercicio doblemente optimista: suponía que en tres años yo seguiré existiendo y que la república del Perú existirá asimismo. Tal como van las cosas (o como iban antes de leer ¡Mira!), ambas suposiciones parecían dudosas o, cuando menos, debatibles.

¿Debo entender, tras leer el semanario de Miami, que voy a ser mujer y que por consiguiente debo renunciar a mis aspiraciones presidenciales? ¿O puedo ser una mujer ambiciosa y soñadora y postularme a la presidencia no ya como candidato sino como candidata, y entrar en una riña de furor uterino con mis amigas Keiko Fujimori y Lourdes Flores?

La cosa no está clara. Está claro que dejaré la televisión, que viviré y que seré mujer. Pero mi futuro político, según el tabloide que guía mi destino, es incierto. Al leerlo, me entero de que he declarado lo siguiente: “Sí, es verdad, he hablado de la candidatura (entiéndase presidencial, no de la candidatura a ser una dama), pero las encuestas y el apoyo general me están llevando a tomar otra dirección”, afirma ¡Mira! que afirmo yo. ¿A quién debemos creerle: a ¡Mira! o a mi? Yo le creo a ¡Mira! Si ellos dicen que yo he dicho tal cosa, yo carezco de signos de exclamación para afirmar lo contrario.

Quiere decir entonces que “las encuestas y el apoyo general” (de los peruanos, se entiende) me han llevado (o me están llevando, pero ya la cosa se me viene encima) “a tomar otra dirección” (y esto es un eufemismo: por “otra dirección” debemos entender “otro género, otra identidad sexual, otros órganos genitales, otra libreta electoral, otro nombre”, por “otra dirección” debemos entender que mi pene va en dirección a una vasija de formol y que quien ose auscultar mi entrepierna encontrará en ella los cálidos pliegues de una flamante vagina. ¿Quiere decir entonces que, según las encuestas, la mayoría de los peruanos desea que yo sea una mujer y que no me postule a la presidencia? ¿O debemos inferir de la lectura de ¡Mira! que lo que las encuestas revelan es que solo tendría opciones de ganar las elecciones presidenciales si me presento como mujer?

Leyendo y releyendo la noticia, y cotejándola con las encuestas que me envían desde Lima y con los partes médicos que recibo con asiduidad, me permito llegar a las siguientes conclusiones: 1. Si me empeño tercamente en preservar mi virilidad, moriré pronto. 2. Si muero pronto, no podré ser presidente del Perú ni de ninguna otra tribu. 3. Siendo mujer, viviré. 4. Debo por consiguiente ser mujer. 5. Aunque todavía resulta prematuro, no descartemos que, ya siendo mujer (y sintiéndome una chica libre, segura y atractiva), dé el batacazo y sea la primera mujer presidenta del Perú (y, de paso, el primer ex hombre presidente del Perú).
La noticia es tremenda y me ha dejado sobrecogido. Porque además termina en un tono seguro, desafiante, ganador: “Lo que sí puedo decir (dice ¡Mira! que digo yo, y lo que digo yo es lo que leo en ¡Mira!) es que cuando las mujeres queremos algo… ¡lo conseguimos!”.

Dios, ¡tantas buenas noticias en la caja registradora del supermercado un sábado por la tarde! Dejaré la televisión, soy una chica, viviré, seré mujer, lo conseguiré. Sí, ¡lo conseguiré! ¿Qué es exactamente lo que conseguiré? No lo sé todavía. Por lo pronto, sé que conseguiré una suscripción a la revista ¡Mira! para saber cuándo seré mujer y cómo me llamaré. Creo que me gustaría llamarme ¡Miranda! Sí, con signos de exclamación, como los músicos argentinos. Si voy a ser una mujer el próximo año, quiero salir a gritarlo como una loca

Por qué mueren los amigos

Hay amigos que se mueren de pronto y hay amigos que siguen vivos pero es como si ya estuvieran muertos. La muerte de estos suele ser provocada por una suma de decepciones, mezquindades y desengaños que uno percibe como tales (una percepción que no siempre tiene asidero real); la de aquellos suele dejarnos con el mal sabor y la culpa de que no supimos querer y frecuentar al amigo que ya no estará más.

Curiosamente, puede que duela más la muerte de los amigos que siguen vivos que la muerte de los que de verdad han expirado. Los que siguen vivos nos recuerdan un fracaso (un fracaso que siempre es compartido por el amigo que se nos murió virtualmente y por nosotros, que lo dejamos morir con cierto despecho o rencor). Los que de verdad se murieron nos recuerdan un fracaso distinto: que no supimos estar a la altura de los desafíos que aquella amistad planteaba, que no cuidamos esa amistad como debimos, que no vimos todo lo que hubiéramos querido a ese amigo al que ya no veremos más.

En ambos casos, sin embargo, y quizá porque uno se hunde en la trinchera del cinismo para sobrevivir a las balas enemigas (que con el paso del tiempo silban más cerca de nuestras cabezas), la reacción más habitual cuando muere un amigo, sea virtual o real su deceso, es pensar que esa amistad no se desarrolló todo lo que podría haberse desarrollado no por culpa nuestra sino porque el amigo perdido no supo entendernos y querernos como éramos, porque el amigo muerto no daba la talla, no era tan buena gente como pensábamos, o porque ese amigo, siendo en apariencia nuestro amigo, era en realidad un tipo más o menos pesado, irritante, que, con el paso de los años, se fue haciendo cada vez menos simpático y más insoportable.

Las personas suelen practicar la curiosa costumbre de no hablar mal de un muerto (al menos en público). A muchos les parece que hablar mal de un muerto, aun si el muerto fue un miserable, es de mal gusto. Tal vez por eso, cuando se muere un amigo al que, al mismo tiempo, apreciábamos y evitábamos sistemáticamente porque su presencia nos resultaba incómoda después de los primeros cinco minutos, sentimos una rara mezcla de tristeza porque no lo veremos más y de alivio porque, en realidad, ya habíamos decidido que no queríamos verlo más.

Me pasa a menudo cuando muere un amigo que me digo: qué pena que no pude verlo una última vez, que pena que no alcancé a tener un gesto de generosidad con él, que lástima que no supe expresarle mi cariño. Poco después me digo: qué alivio saber que ya no me lo encontraré en el pasillo de un aeropuerto o en el restaurante en el que a veces coincidíamos (y donde yo me escondía de él) o en una librería o en un café.

En cualquier caso, parece un hecho que, a medida que uno envejece, se nos van muriendo los amigos, le van quedando menos amigos. También parece cierto que esto, que podría provocar tristeza o amargura, nos deja con una extraña sensación de alivio, de liviandad, de habernos sacado un peso de encima, de habernos desembarazado de un bulto o un mono que ya resultaba incómodo.

¿Vamos perdiendo amigos porque, al conocernos mejor, los conocemos mejor a ellos también y descubrimos de pronto, disgustados por una felonía, que quienes simulaban ser nuestros amigos no lo eran en verdad y eran solo unos sujetos entregados a la inercia o la rutina de una amistad hecha de imposturas y falsificaciones, eso que llamamos la cortesía? ¿O vamos perdiendo amigos porque, al conocernos mejor, y al encontrar creciente placer en los momentos de soledad, advertimos que los que antes nos parecían divertidos o simpáticos ahora nos parecen unos charlatanes insufribles? ¿O es simplemente que el paso del tiempo cambia tanto a las personas que resulta inevitable que nuestra percepción de ellas cambie tan radicalmente como la que ellas tienen de nosotros, y por lo tanto nadie, salvo el tiempo, tiene la culpa del naufragio de esa amistad, puesto que esas dos personas que se hicieron amigas tiempo atrás no son ya estas otras dos personas que no encuentran razón alguna para seguir fatigándose en el juego de una amistad que el tiempo y solo el tiempo corroyó?

No sé bien por qué me van quedando tan pocos buenos amigos, pero advierto que en los últimos años se han muerto casi todos mis mejores amigos, siendo que muchos de ellos siguen vivos, pero si me dijeran que acaban de morir por completo, no sentiría tristeza, sentiría incluso la vergonzosa satisfacción de haberlos sobrevivido. ¿Cómo puede ser que si ese sujeto fue uno de mis mejores amigos ahora solo sea un nombre fantasmagórico que evoca vilezas y traiciones y que uno espera que salga en los obituarios? ¿Cómo puede ser que los años corrompan minuciosa y cruelmente aquellas amistades que pensábamos que eran para siempre y ahora sabemos que solo fueron unos años confusos, un mal recuerdo?

Se murió de verdad un amigo escritor y sentí remordimientos por no haberlo visitado y alivio porque no me seguiría humillando con sus libros. Se murió de verdad un amigo famoso y sentí un fastidio vanidoso porque no vino a verme al teatro cuando lo invité y un alivio porque yo pude haber muerto intoxicado como él. Se murió de verdad un amigo actor y me quedé con las notas manuscritas que me dejaba en el restaurante, pidiéndome que lo llamase, y con el recuerdo culposo de las tardes en que me escondí en ese restaurante para que no me viese. Se murió un amigo millonario y lo que más me molestó fue que nunca me devolvió los libros que le presté. Se murió un amigo y recordé que cuando me regaló su libro lo tiré a la basura sin leerlo y pensé que en estos tiempos publicaban cualquier cosa. Ninguna de esas muertes me apenó en modo alguno. Peor todavía, me dejaron contento de estar vivo y tranquilo de saber que no los vería más.

Luego están los amigos que se han muerto y sin embargo siguen vivos y seguramente esperan a que uno se muera antes que ellos para alegrarse, y entonces lo que antes fue una amistad (o la simulación de una amistad) ahora es una competencia miserable para ver quién resiste más, quién sobrevive al otro, quién se da el gusto de saber cómo murió el otro. No son pocos los amigos vivos que se me han muerto ya. Está el intelectual de aire pontificio. Está el escritor filibustero. Está el escritor plúmbeo. Está el escritor canoso de mal aliento y mala entraña. Está el escritor bobo. Está el actor en el armario. Está el actor narciso. Está el canciller frustrado. Está el editor mafioso. Está la marica vocinglera. Está la vieja loca. Está la loca de mi tío. Está la argentina tatuada. Está el chileno pérfido. Está el uruguayo felón. Está el enano intrigante español. Está la editora que rechazó mi novela. Está la foca amaestrada. Cuántos enemigos. Cuántas ganas de que la muerte les tienda una emboscada y me procure así una discreta alegría. Cuánta gente innoble que fingió que me quería y luego me hundió la puñalada artera. ¿O será que soy yo el innoble paranoico que mató a esos amigos sin razón alguna o para que dejaran de estorbar mi vocación ermitaña? No lo creo: creo que esas personas nunca fueron en verdad mis amigas y mi vida es mejor o menos espesa sin ellas. Que lo sepan: no los echo de menos, espero leer sus nombres en las páginas de defunciones, no esperen de mí coronas de flores. Por mi parte, sé que ellos esperan mi muerte con impaciencia y los que consigan sobrevivirme escupirán sobre mi memoria y sentirán el mismo alivio que sentiré yo cuando ellos mueran del todo.

Lo raro de todo esto es que a esos amigos muertos en vida les tuve bastante cariño y en la mayor parte de los casos no podría precisar por qué se murieron para mí, qué bajeza o mezquindad me hicieron para no querer verlos más. En algunos casos, recuerdo el minúsculo incidente que provocó la ruptura (una crítica, un desplante, una traición, un ensañamiento incomprensible), pero en otros no consigo recordar por qué ese amigo ya no lo es más y si lo viera procuraría esquivarlo para ahorrarme el mal trago de saludarlo. Quizá, pensándolo bien, no hubo razones para matar en vida a esos amigos, solo nos fuimos inventando pretextos y coartadas, alucinaciones paranoicas, complejos megalómanos para expulsarlos de nuestras vidas y darnos el gusto de quedarnos solos. Quizá esos amigos nos querían de verdad y nosotros todavía los queremos clandestinamente, pero resultaban un estorbo para permitirnos el solapado deleite de estar en casa, a solas, en silencio, escuchando una melodía vibrante y odiando a todo el mundo porque sí. Es decir que ningún amigo podría procurarnos nunca semejante deleite, ni siquiera el más fiel y virtuoso de los amigos, y por eso es preciso matarlos a todos para poder quedarse uno solo y hacer lo que le salga de los cojones, por ejemplo escribir de esos cabrones a los que ahora uno recuerda con un punto de desprecio y rencor y que, por supuesto, no son peores que uno mismo, pero al menos no están acá, metidos en la casa, haciéndonos preguntas, afeándonos la vida con sus chácharas, sus cotorreos y sus flatulencias doctorales, jodiéndonos con su sola presencia.

Yo besé a Lisbeth Salander

Llegando a Estocolmo, mi amiga danesa Stella Wilde (ningún parentesco con Oscar) se quejó de que el hotel Berns (donde tocó recientemente Mika) apestaba a basura y el baño de su habitación (porque ella había pedido una habitación separada de la mía, pues no toleraba verme dormir con zapatos ni mis ronquidos pedregosos) olía a cloaca, a alcantarilla, a antigua mierda sueca. Stella Wilde era muy refinada y por eso era justo complacer sin más sus caprichos. Dejé mis cosas en la habitación del Berns (que era un hotel viejo, que olía a viejo, que olía a basura porque habíamos tenido la mala suerte de llegar precisamente en el momento en el que el camión de basura estaba recogiendo los desperdicios del hotel, y que indudablemente apestaba a cloaca en los baños, pero eso no me disgustaba o no me disgustaba del todo, pues lo impregnaba de una cierta sordidez humana que nos recordaba que solo estábamos de paso) y llevé a mi amiga Stella al hotel que ella conocía en Estocolmo, el Grand. Era un hotel majestuoso, señorial, el hotel donde se alojaban los ganadores de los premios Nobel. Pedimos una habitación para ella, pero estaban todas ocupadas por señores que parecían de alguna realeza en el exilio y caminaban con sombrero y bastón, como salidos de “Muerte en Venecia”, así que nos resignamos a tomar el té en la biblioteca y le pedí a Stella que me hiciera una foto porque sabía que nunca me la haría con el Nobel, como quizá se la hicieron en esa biblioteca Gabo y Paz (y espero que se la haga Vargas Llosa). El azar, ese dios veleidoso que guía nuestros pasos, nos llevó, de camino al National Museum, a un hotel recientemente inaugurado, el Lydmar, en la misma calle del Grand, una calle de un nombre tan largo, Södra Blasieholmshamnen, que me sorprende haber vencido la pereza y conseguido escribirlo. El Lydmar era un palacete modernista, el refugio barroco de los ricos y famosos, una mansión donde todo lucía bello e inmaculado, al punto que me sentía un intruso, una mancha hedionda, y temía que alguien me expulsara a patadas de allí, pero por suerte me escondía detrás de Stella Wilde, quien capturaba las miradas de hombres y mujeres.

Los empleados del hotel vestían de negro y eran todos absolutamente deseables y a todos les hubiera requerido alguna forma innoble de amor sin preguntarles su nombre y pagando si fuera el caso. Todos los muebles, candelabros, libros y cuadros del Lydmar me los hubiera robado para la casa en la que siempre soñé vivir y en la que nunca viviré (porque tal vez un escritor nunca consigue vivir donde quisiera vivir y vive a duras penas en sus libros). Stella Wilde se instaló con aire lánguido y ausente en una suite del Lydmar que no era precisamente barata (cinco mil coronas la noche), pero ella sabía que su belleza era tal que no tenía precio (o, como se dice con cierta ordinariez, que se trataba de una mujer de alto mantenimiento) y que nada de lo que yo gastase por contemplarla (y, si tenía suerte, por rozarla) compensaría el incalculable deleite que me procuraba su sola presencia, la aventurera decisión que había tomado en un bar de Copenhague: la de viajar conmigo, un extraño, un peruano, un hombre gordo con boina y el hígado estragado, a caminar las calles de Estocolmo, que ella se jactaba de conocer. En efecto, comprobé que me asistía una guía de lujo.

Me llevó a la isla sureña de Södermalm y me hizo fotos en el departamento modesto donde vivió Lisbeth Salander (el que luego cedió a su amiga lesbiana Mimi) en la calle Lundagatan, y en el departamento lujoso que compró Lisbeth, en las alturas de la calle Fiskargatan, tras saquear cibernéticamente las cuentas de un magnate inescrupuloso y hacerse muy rica, desde las cuales se alcanzaban a ver al National Museum y el Lydmar, al otro lado del remanso de agua báltica del lago Mälarem, y frente al edificio de la calle Bellsmangatan 1, donde vivió el periodista Mikael Blomkvist. Fue un momento emocionante para mí y creo que para ella también, pues ambos habíamos leído, hechizados, raptados por el vértigo perverso de su prosa, la trilogía de Stieg Larsson, y nos resistíamos a creer que Lisbeth Salander era una criatura ficticia y, todavía aturdidos por el poder persuasivo de esas novelas, estábamos seguros de que ella existió y vivió en ese edificio gris de Lundagatan y luego se mudó a ese otro edificio de Fisgartan y nadie en el mundo nos convencería de que Stieg Larsson se inventó todo y Lisbeth fue solo una mujer que él imaginó en sus últimos días delirantes y ermitaños, envuelto en una nube de tabaco que le costó la vida. Mi amiga Stella me llevó al edificio de la revista donde murió Larsson (o donde le dio un infarto, pues acabó de morir en una ambulancia, camino al hospital).

Aquel día funesto de 2004 era la una de la tarde, Larsson había terminado su trilogía desmesurada y genial, fue a trabajar a la revista, apretó el botón del ascensor, no funcionaba (el azar, siempre el azar), subió por las escaleras hasta el séptimo piso y poco después le sobrevino un infarto.

Tenía cincuenta años, fumaba mucho (dicen que dos cajetillas diarias) y no dejó escrito un testamento. Su trilogía ha vendido más de veinte millones de ejemplares en distintos idiomas; no es fácil encontrar a un sueco que no haya leído al menos una de las tres novelas de “Millennium”. La mujer de Larsson, Eva Gabrielsson, con la que nunca se casó (seguramente para preservar el amor), no ha podido heredar una sola corona de las cuantiosas regalías. Como Larsson cometió el descuido de no dejar testamento, los herederos de la vasta fortuna que sus libros han dejado terminaron siendo (el azar, de nuevo el azar) su padre Erland y su hermano Joakim, con quienes tenía una mala relación (como era de suponer en un buen escritor).

Nunca había viajado a una ciudad imantado por el poder magnético de un escritor. Vine a Estocolmo por culpa de Larsson o gracias a Larsson. En los bares de lesbianas de Södermalm, creía ver a Lisbeth Salander (muy flaca, musculosa, tatuada, ágil y astuta como un gato). En los cafés refinados de Östermalm, creía ver al tutor depravado de Lisbeth, ese sátiro que abusó de ella. En los parques apacibles y floreados de Södermalm, o en el bar bohemio del hotel Rival, creía ver a Mikael tomándose una cerveza, tratando de desenredar la maraña infinita en la que, a riesgo de su vida, su vocación de justiciero lo había metido. No era yo el único forastero que caminaba aquellas calles buscando las casas donde vivieron Lisbeth y Mikael. De vez en cuando, me cruzaba con gente solitaria, extraviada, poseída por la misma enfermedad, sedada o excitada por el mismo poder febril de las palabras de un escritor, y les decía qué calles debían recorrer para llegar al lugar donde nuestra heroína se escondía de Todo lo Malo. Uno de los taxistas se rio de mí y me dijo: Pero esa chica no existió, nunca vivió allí, todo es mentira, es solo una novela. Yo le dije: se equivoca, señor, Lisbeth Salander existió, vive aún y es mi amiga. El taxista me miró con una mezcla de incredulidad y desdén y decidió que no le convenía conversar con chiflados que venían desde tan lejos a buscar fantasmas que solo habitaban en los libros de un sueco ya muerto.

Después de visitar los lugares más memorables de las novelas de Larsson y hacernos fotos en ellos y hacerles fotos a otros adictos a sus novelas (por lo general, gente taciturna, melancólica, de países inverosímiles, como Islandia o Polonia), nos resignamos a visitar los museos, el National, el de Arte Moderno, el Vasa, que exhibe una balsa vikinga que se hundió siglos atrás y fue reflotada, pero ningún cuadro de Picasso o Gauguin, ninguna escultura de Rodin, ningún vestigio de la vida y la historia escandinavas, incluyendo sus palacios reales y sus guardias vestidos de azul, nos conmovió tanto como el edificio de Lundagatan 47 (un modesto edificio gris en una calle empinada, en los extramuros de lo que antes era un barrio obrero), o el edificio añoso pero bien conservado, arriba de la colina de Mosebacke, en Fiskargatan 9 (donde imaginé a Lisbeth gastando las millones de coronas suecas que había robado cibernéticamente a un hampón de alta sociedad y que había escondido en una cuenta de un banco en Gibraltar), o el edificio barroco de la calle Bellmansgatan 1, donde Mikael Blomkvist amaba a varias mujeres, comía sánguches de queso y se devanaba los sesos tratando de zafarse de la telaraña en la que, buscando una verdad esquiva, tratando de hacer justicia, se enredaba más y más.

Ningún escritor me había secuestrado tan poderosamente como Stieg Larsson. Ningún escritor me había humillado tanto como él (pues leyéndolo comprendí la insignificancia de mis libros). Ningún escritor me había dopado al punto de obligarme a viajar al país donde ocurrían sus ficciones para sentirme en cierto modo parte de ellas o para sentir que esas ficciones no eran del todo falsas, que había en ellas un punto de verdad, una realidad que solo sus lectores más leales podíamos hallar. Por eso vine a Estocolmo, no para comprar ropa ni para hacerme un corte de pelo vanguardista (es curioso cómo les gusta a los suecos jugar con su pelo) ni para recorrer palacios y museos. Vine para agradecerle a Larsson, ya tarde, los viajes alucinados a los que me arrojó de bruces con sus ficciones, para agradecerle por el efecto narcótico, adictivo, que sus libros operaron en mí, para encontrar a Lisbeth Salander en alguna madriguera o escondrijo de Södermalm.

Una noche, saliendo del bar del hotel Rival (cuyo propietario, Benny Andersson, fue cantante del grupo Abba), caminé un par de calles y me metí a un Seven Eleven (es notable la cantidad de Seven Elevens que hay en Estocolmo) y estuve seguro de que esa mujer flaca, de pelo negro, muy corto, con los brazos musculosos, tatuados, sin maquillaje, con ojos felinos, asustadizos, era ella, Lisbeth Salander. Era idéntica a la actriz sueca que daba vida a Lisbeth en la primera película de la trilogía que había visto en un cine de Madrid (“Los hombres que no amaban a las mujeres”, que, según mi amiga Stella Wilde, debería llamarse, en rigor, “Los hombres que odiaban a las mujeres”), era exactamente como la Lisbeth que me había imaginado leyendo las novelas de Larsson. Estaba sola, comiendo un plátano y mirando a todos de soslayo, como si estuviera a punto de salir corriendo, huyendo de algún enemigo gigante y desalmado que quería matarla. Me acerqué a ella y le pregunté si era Lisbeth. Me dijo en inglés que ella estaba dispuesta a ser quien yo quería que fuese, siempre que le comprase chocolates. Le pregunté si podíamos sentarnos en el parque Mariatorget. Me dijo que primero tenía que comprarle una Coca-Cola, un dounut y tres chocolates Snickers en miniatura. No dudé en complacerla. Por suerte mi amiga Stella Wilde dormía en el Lydmar, sedada por mis pastillas. Caminamos al parque, nos sentamos en una banca, comió los tres Snickers en miniatura sin invitarme ninguno (yo sabía que Lisbeth era egoísta al punto de rozar la crueldad) y luego, sin decirme nada, me besó. Fue un beso largo, violento, desesperado, un beso que era el primero y sin duda también el último. Me mordió los labios, dejándome un sabor a sangre. Luego se fue deprisa, sin voltear a mirarme. Estoy seguro de que era Lisbeth Salander. Estoy seguro de que Stieg Larsson no se la inventó, de que ella aún está viva y de que yo la besé una noche de agosto en un parque Mariatorget de Södermalm, a las tres y media de la mañana.