Jaime Bayly Presidente: El ciclista volador

sábado, 18 de octubre de 2008

El ciclista volador

Me he hecho adicto a montar en bicicleta. Me lo aconsejó la doctora Lourdes en Miami para curar mis males respiratorios. Monto una hora todas las tardes en Key Biscayne, aunque llueva.

También me he hecho adicto al Stilnox, al Klonopin, al Xanax y al Lunesta para dormir. La doctora sólo me aconsejó el Lunesta por dos semanas. Las demás me las vende un médico informal en Hialeah. Duermo como un niño. Cuando despierto rara vez sé dónde estoy. Quizá es una buena manera de comenzar el día.

También me he hecho adicto al Prozac pero no porque estuviera deprimido sino porque quiero evitar estarlo o quiero estar consistentemente feliz. Llegué a tomar ocho al día y me sentía eufórico, me hacía pensar que podía ser presidente del Perú o acostarme con una mujer.

También soy adicto al Cialis para que se me ponga dura porque tomar tantos Prozac me ha vuelto impotente. Los efectos del Cialis duran tres días y a veces se me pone dura, pero el sexo ya me aburrió y no quiero metérsela a nadie ni que me la metan. Lo curioso es que tomo Cialis para terminar haciéndome una paja.

Todas estas adicciones casi me costaron la vida el otro día en Madrid y lamento que no me la costaran porque hubiera sido una muerte bella y oportuna.

El domingo apenas llegué fui al Corte Inglés de Goya pero estaba cerrado. Volví la tarde siguiente y compré una bicicleta, la más barata, doscientos euros (las buenas costaban ochocientos), con canasta, timbre, estilo antiguo, como las de las películas de antes.

-Son de mujer -me dijo el vendedor.

-Pues mejor -le dije.

Se llamaba David, era bajo, pelo negro, peinado con fijador, musculoso. Me enamoré de él.

Salí en bicicleta por la calle Goya y creo que fui feliz. La combinación de sedantes, Prozac, Cialis, este amor repentino e imposible por David y montar bicicleta en Madrid me hacía tan rotunda e inesperadamente feliz. Al menos la gente por la calle no parecía tan feliz como yo.

Mi plan era montar por el Retiro pero resultó un fiasco porque hay pendientes empinadas, escaleras cada tanto, peatones y patinadores, pistas de tierra cuesta arriba y policías hostiles. No resultó. No es un parque para ciclistas.

Lo mejor de montar por el Retiro, además de mirar al ángel caído, fue el encuentro con un negro de Mauritania que me ofreció drogas. Era yo quien podía ofrecérselas a él, pero las llevaba puestas, corriendo por mis venas. Me acerqué y le hablé porque era guapo y tenía una linda sonrisa. Nunca he tenido sexo con un negro y ahora que creo que voy a votar por un negro, el virtuoso señor Obama, no veo por qué debería inhibirme de tener sexo con otro, sabiendo, como sé, que me queda poca vida.

Como era de esperar, se acercó un coche de la policía y nos interrogó y no me creyeron cuando les dije que era escritor. Por suerte nos dejaron ir. El negro era precioso como lo son a veces los negros. Obama por ejemplo es virtuoso pero no precioso.

Decidí entonces montar por las calles de Madrid. Tomaba Prozac, subía a la bici con canastita y tocaba el timbre esquivando a los peatones, pero las señoras me reñían, me decían que debía ir por la pista, con los autos, y era como ir toreando y cuando estuve a punto de atropellar a una mujer con su coche de bebé (porque las veredas son angostas y yo, mal torero), decidí bajar a la pista.

David me había querido vender un casco, pero yo le dije: Los cascos son para mariquitas. David, qué guapo era, se rió y me dijo: Hombre, pero esa bici también.

Era un miércoles por la tarde y hacía treinta grados y venía del correo de la calle Ibiza de despachar mi novela El canalla sentimental a mis hermanos Javier y Andrés, que están en Vancouver y Boston, y me sentía liviano, astuto, listo, rápido, esquivando autos y peatones, burlando semáforos en rojo, toreando a Madrid en bicicleta. Pasé por una librería y compré seis libros de mi novela para mandarlos a los amigos y enemigos y los puse en la canastita y tomé Menéndez Pelayo, que en ese tramo es de bajada, y empecé a ir deprisa, a toda prisa, volando, tanto que tuve que quitarme el sombrero.

Era un momento bello, inolvidable, toreando en bicicleta a Madrid como si fuese mensajero o repartidor de mi novela. Me sentí inmortal o sentí que ese momento tal vez lo era, que la felicidad debía ser algo parecido a eso.

Luego el bus frenó en seco, yo frené ya tarde, un auto frenó detrás y golpeó la llanta trasera y salí eyectado, disparado, volando, literalmente volando. Sentí que volaba en Madrid y que ese vuelo era eterno, hermoso, inolvidable y que ya no importaba la caída porque por unos segundos había conseguido ser lo que siempre soñé: una mariposa en Madrid, rodeado de mis libros.

Cuando caí ya nada era tan hermoso y la mariposa era un gusano. El bus partió, echando humo en mi cara en el pavimento a medio metro. El auto que me golpeó por detrás también se alejó, son los tiempos que corren. En el asfalto de la Menéndez Pelayo yacía un peruano que no podía levantarse, además de seis libros escritos por él, desparramados a su alrededor (como si fuera una campaña de promoción) y mi sombrero, anteojos oscuros, billetera, llaves y pasaporte, que yo siempre salgo de casa con el pasaporte, no vayan a deportarme.

No podía levantarme. Se acercaron unas señoras muy amables. Me socorrieron, me pusieron de pie entre todas. Una de ellas me dijo: ¿Quiere venir a casa? Otra me dijo: Está usted verde, se va a desmayar. Otra me devolvió la billetera, las llaves y el sombrero. Una más joven recogió los libros y me dijo: Sales guay en la foto. Alguien se robó mi pasaporte o nadie lo recogió y terminó pisado por los coches.

Por la euforia del Prozac o mi arrogancia natural, dije que estaba bien, que no llamaran ambulancia alguna, que estaba cerca de casa. Caminé esas tres calles empujando la bicicleta, dejando manchas de sangre, sintiendo que estaba a punto de desmayarme.

Llegué al apartamento, dejé la bici, me lavé la cara y las manos ensangrentadas y llamé a un médico amigo, Tony, cubano, que me dijo que estaba en consultas y fuese al Marañón. Mandé un par de mails, tomé un taxi, entré a urgencias del Marañón, la cara y la ropa manchadas de sangre con alta densidad de barbitúricos y dije que necesitaba un médico, pero que, como carecía de seguro médico en España, podía dejar mi tarjeta de crédito o un depósito en efectivo.

-No hace falta -dijo la mujer-. Aquí atendemos a los que tienen dinero y a los que no.

Qué diferencia con Miami, pensé.

El médico que me atendió era venezolano y se llamaba Víctor López Soto y sus asistentes, un dominicano, Carlos Domínguez y un español, Javier Narbona. Fueron encantadores y me trataron con gran humanidad y compasión. Me dijeron que tenía tres huesos fracturados en el brazo derecho, me inmovilizaron el brazo, me dieron analgésicos (más pastillas de las que ahora soy adicto, especialmente Nolotil) y me cosieron puntos en la cara. Luego me sugirieron una placa en la cabeza para descartar daños cerebrales. Siempre he estado mal de la cabeza, les dije, y nos despedimos con cariño.

Tomé un taxi y fui a la comisaría del Retiro. El oficial que me atendió y redactó la denuncia o atestado número 72464 era guapísimo. Me enamoré enseguida. Denuncié el accidente y el extravío de mi pasaporte. Le dije que era peruano. Sonrió y dijo: Acá vienen muchos peruanos. Pregunté: ¿Más que ecuatorianos? Dijo: Más. Los peores son los peruanos. Pero usted no parece peruano. Y lo quise perdidamente, como perdido se hallaba mi pasaporte, y me fui caminando, turbado por el amor, dejando olvidado mi sombrero de Barneys, que espero ahora use él, recordándome.

Jaime Bayly
6 de Octubre de 2008

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